Manuel Dionisio Fernández Aceval |
Recibí un correo en el que alguien me hablaba sobre un articulo escrito en ABC el 04 de Noviembre de 1970 pags.20 y 21 por el escultor Sebastian Miranda (1885-1975),amigo personal de Zuloaga y del Conde de la Maza en el que me preguntaba si el "Manolito Dionisio" al que se refiere pudiera ser Manuel Dionisio Fernandez Aceval del que yo hago una reseña biográfica en mi blog "De hombres,toros y caballos" breve porque breve fue su dedicación profesional al toro, a la que accedió encaprichado tras una exigua formación como aficionado práctico. Reproduzco aqui el articulo de Miranda por bien escrito y por curioso, pues desvela aspectos que son poco conocidos de Fernandez Aceval, quien se casó con una dama rusa y emigro a Francia donde morirìa con 69 años. Los datos biograficos del diestro estan aquí, en este blog
http://gestauro.blogspot.mx/2014/07/manuel-dionisio-fernandez-acebal.html
y el artículo " La Rusa y el Andaluz" es el que sigue:
"Al finalizar este mes de agosto la semana grande de la Feria Bilbaína, sentí la nostalgia de evocar gratos recuerdos, pues según dice el vulgo no nos queda a los viejos más que ese recurso. En cuanto a lo que a mí respecta, estoy en total desacuerdo, puesto que yo gozo tanto con el pasado como con el presente y el futuro. Lo que cuenta en esta vida es seguir viviendo. Y como todavía le quedaba ai verano una larga cola, emprendí un viaje sin rumbo determinado, que es uno de mis mayores placeres. A la salida de Zumaya me detuve ante la hermosa mansión del que, en vida, fue mi generoso amigo, el genial pintor Ignacio Zuloaga. Dando a la carretera de San Sebastián, y debajo de unos arcos colmados de jazmines, heliotropos, geráneos y embriagadoras magnolias, se suceden en este apartado edificio la capilla, el delicioso e interesante museo y una encantadora habitación independiente, que solía ofrecerme casi todos los veranos. Pues allí fue, en aquel lugar de ensueño, donde me enteré, a comienzos de agosto del año 26, que la mujer que yo perseguía tenazmente durante tantos años iba a llegar al Balneario de Cestona, distante 4 kflómetros de mi vivienda. Y aquella misma mañana fui a su encuentro, a esperarla, y al fin, en el mismo camino, recibí la anhelada respuesta.
Manuel Dionisio, el dia de au alternativa preparado para poner banderillas (foto ABC) |
Pocos días después, en los frondosos jardines del glorioso pintor, donde se asienta, aislada, su maravillosa casa con su playa, frente al mar, se celebró, gracias a la generosidad de mi amigo, la íiesta de la petición de mano, a la que acudieron, aparte de nuestros familiares, mis últimos amigos Julián Cañedo, don Ramón del Valle-Inclán, Belmonte, Ramón Pérez de Ayala y Julio Camba. ¡Cómo no tener presente para toda la vida aquellos rincones de la costa vasca! Sumido en agradables recuerdos, continué mi viaje. A la salida de Biarritz me detuve vacilante ante dos caminos, inseguro de cuál de Bayona. De pronto me fijé en la verja de entrada a un frondoso camino, en cuyo fondo se vislumbraba la fachada del suntuoso chalet. Indudablemente yo conocía aquel lugar. Se agolparon en mi mente el recuerdo de una de las visitas más singulares que hice en mi vida, y que tuvo lugar el año 35; justamente otros tantos habían transcurrido desde entonces. La protagonista era una princesa rusa; una de las mujeres más hermosas y adineradas de aquel inmenso y misterioso país. Sospecho que muchos de mis lectores sonreirán con cierto excepticismo comentando que el curioso y divertido relato que les ofrezco es invención mía. Desgraciadamente carezco de imaginación y fantasía, y, por lo tanto, todas mis historias son pura realidad. Para cabal conocimiento de ésta he de remontarme al año 10, que fui por primera vez a la Feria de Sevilla en compañía de Ramón Pérez ds Ayala y Julián Cañedo. Allí conocimos una pandilla de amigos, capitaneada por Guillermo Pickman e integrada por Rafael Candao, el poeta Villalón, Manolito Dionisio y otros.
Este último, de distinguida y acomodada familia sevillana, alentado por su valor y desmedida afición a nuestra fiesta nacional, se metió a torero y llegó a tomar la alternativa en Madrid. Aparte de sus aficiones, gozaba fama de hombre excesivamente ingenuo, y se contaba que celebrando en su casa un almuerzo de cumplido, le advirtieron que se mantuviese correcto y no fuese a meter la pata. Cumplió su palabra, pero a la hora de servirse el convidado una chuleta, no pudo contenerse y exclamó: "Jozú, a la que yo le tenía echao el ojo". En otra ocasión, al despedirse nuestra hermosa Soberana en una fiesta campera en "Los Arenales", el cortijo de los condes de la Maza, gritó lleno de entusiasmo: "¡Viva la Reina más bonita de España!", lo que dio lugar a que todos los invitados le felicitasen con cierta guasa, por lo que me creí obligado a salir en su defensa. A mi regreso a Madrid, pasados unos años, haciendo en Gijón "El Retablo del Mar", me encontré con Leopoldo, y al preguntarle por Manolito Dionisio, me dijo: —En Biarritz le tienes, casado con una princesa rusa. Vete a darle un abrazo, que siempre te recuerda con gran cariño. Quedé tan absorto, tan asombrado, que le rogué me diese a conocer detalles. —Antes quiero que me prometas hacer una estatuilla de mi hija Cristina, de garrochista, en traje campero, y me pongas un precio de amigo. -—Prometido.
Pero ahora venga el relato de esa boda sin omitir detalle. Y me contó todos los pormenores de aquel acontecimiento. Años atrás había recibido el conde una carta de nuestro embajador en San Petesburgo, suplicándole acompañase a una princesa rusa que iba a pasar la Feria y Semana Santa en Sevilla. Como por entonces tuvo que hacer un viaje a Méjico, encomendó a Manolito que le sustituyese pilotándola por Sevilla. Y así lo hizo con gran agrado, dándose la circunstancia de que pese a que ella desconocía nuestra lengua y Manolito no sabía más que el andaluz cerrado, se entendieron tan divinamente que a los pocos meses se casaron como Dios manda. Parece ser que esta señora, ya un poco talludita, había sido en su primera juventud de una belleza tan fascinadora que sometía a su mandato a las más pavorosas fieras de las selvas africanas, rindiéndose deslumbradas ante aquel prodigio. No ss atribuya esto a caprichosa hipérbole, sino a la más estricta realidad, puesto que en aquella época actuaba de domadora de leones y tigres en el famoso Circo de Moscú. Realzaba sus encantos y atractivo cubriéndose con un tenue y transpa- rente tejido, semejante a las medias que usan las damas. A qué extremo llegaba su fascinadora hermosura, que un conde o príncipe millonario enloqueció de amor por ella y se casaron. Como estaban ya muy lejanos sus años mozos, se le indigestó este exquisito bocado de la domadora, y al cabo del año la dejó viuda y dueña de una inmensa fortuna y de un enorme tesoro en joyas, muchas de ellas de regia procedencia. Y esto fue, aparte de su bellísima pelleja, lo único que pudo poner a salvo la fascinadora princesa instaurado el comunismo. Reconocerán mis queridos lectores que, debido a todas estas circunstancias, era lógico que yo sintiese deseos de abrazar a mi viejo amigo y conocer personalmente a la gentil princesa. A mi paso por Biarritz, en agosto del 35, camino de Italia y en compañía de mi adorada mujer, me detuve allí para visitarles. No fue tan fácil encontrar su vivienda. Nadie conocía a Manolito Dionisio, pero un vecino más avispado, a quien le dije que se trataba de un español casado con una princesa rusa, cayó en la cuenta exclamando: "Seguramente será Mr. Fernandas", y él mismo nos condujo al chalet donde me detuve al comienzo de mi relato, recordando que 35 años antes entramos en la mansión de mi viejo amigo. Lo primero que me sorprendió al entrar en un amplísimo salón, fue ver una enorme mesa muy larga repleta de toda clase de apetitosos fiambres y más de una docena de pequeñas mesitas sobre con varias copas, y al lado de cada una de ellas, el "champagne" enfriando en un cubo. En otras, terrinas de Poi y caviar. Tan alucinado y sorprendido estaba que no advertí de momento la presencia de mi amigo, que vino a abrazarme con gran alborozo, tartamudeando más que de costumbre, de pura emoción: —¡Qué alegría, chiquillo, qué alegría y qué sorpresa! —Luego era cierto lo que me dijo nuestro amigo Leopoldo, que te habías casado con una princesa rusa y millonaria. —¡Poesía, poesía, no te diré que estemos sin tabaco porque ha podido sacar sus alhajitas, pero la "tela" se quedó por allá. —¿Y entonces cómo explicas todo este festín que parece de las mil y una noches? —Te lo aclararé en dos palabras. Como uno conoce tanta gente y sabes que uno tiene buenas relaciones, me han hecho representante de una casa de vinos de Burdeos, y ellos son los que se encargan de traer y abonar todo esto. Además la gente tiene curiosidad por conocer a m| mujer. Nos haréis un favor si os quedáis esta tarde, que se reunirán aquí las gentes más famosas del mundo, reyes y príncipes, políticos, Charlot y la Greta, Maurice Ctievalier, la Yvette Guilbert, Herriot. Anda, quedarse y ahora mismo nos vamos a tomar unas copas. Y éstas hicieron rápidamente su efecto en uno y en otro, y en tanto yo afirmaba que las ingenuidades de Manolito le dieron una falsa fama, afirmando que era muy inteligente, se presentó de pronto la princesa, a quien me fue imposible verla toda una vez.
Era tan alta, tan imponente, que semejaba a una de esas hermosas cariátides griegas esculpidas al doble del tamaño natural, y que precisa separarse de ellas un trecho para poder contemplarlas en toda su integridad. Y en un francés con un infernal acento, todavía peor que el mío, me dijo: —«Qué decía usted, que mi marido es muy inteligente? Ja, ja, ja. Y soltó una interminable carcajada despectiva, sarcástoca, cruel; carcajada que me produjo escalofrío, porque yo le observé disimuladamente y vi que mi amigo estaba a punto de arrancarse, y para evitar la tragedia que se avecinaba, me levanté pretextando el largo viaje que nos esperaba. Abracé cordialmente a Manolito, besé una y otra mejilla de la hermosa cariátide y durante todo el recorrido por la divina Italia no se apagó el eco de aquella carcajada. Han pasado 35 feños¿y otra vez he vuelto a recorrer los mismos lugares y a escuchar el celestial acento italiano, y, aunque más lejano, todavía no se había extinguido el eco de aquella carcajada ni se me había borrado de la mente la efigie de la hermosa cariátide.
Sebastián MIRANDA.