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sábado, 17 de mayo de 2014

DON TANCREDO LOPEZ

Eran los hermanos Tomás e Ignacio Luengo, conocidos por los «jaretes», propietarios de varios coches de alquiler, a los que se llamaban chulescamente por los madrileños «manuelas». Tenían los «Jaretes» contratado con la Empresa de la Plaza de Toros el servicio de caballos, y durante el invierno se habían convertido en empresarios de la plaza de toros. No marchaba bien el negocio para los Luengos, porque el tiempo, frío y desagradable, retenía en sus casas a los aficionados, brillando éstos por su ausencia en las novilladas que a bajo cero venían celebrándose. Por Navidades, y coincidiendo con todo ello en los medios taurómaco. —Cafés y tabernas de un tipismo que pasó a la historia—, hizo acto de presencia, empinando el codo en todo instante, un ciudadano parlanchín, menudo y con andares la jacarandosos, que pronto llamó la atención por su especial atuendo, Vistiendo pantalón abotinado, moda que aun sostenían los organilleros; ceñido chaquetón con caderas de distinto género; muletillas de agremán botas enterizas con tacón cubano; sombrero muy parecido al que también había popularizado el no menos célebre transformista italiano Frégoli y un bastón con un puño de asta de ciervo de exageradas dimensiones, que entorpecía la circulación de los transeúntes, pronto llamó la atención por «todas las plazas y calles de aquel desaparecido Madrid. Se trataba de un valenciano, adorador de Baco y Tauro, que no vacilaba en titularse pomposamente fascinador e ilusionista de toros. En el establecimiento vinícola de Lumbreras —una «tasca» que existió en el número 3 de la calle de Espoz y Mina— hallábanse, según su costumbre, los hermanos «Jaretes» doliéndose aún, entre sorbo y sorbo de vino, de los pérdidas sufridas en la última novillada. Atraído por el doble olor del morapio y por el que despedían como empresarios, los Luengo, ante éstos se presentó el aventurero valenciano, que dispuesto a meterse en uno de los bolsillos de su pintoresco chaquetón a todo bicho viviente, no cesaba de hablar, haciéndolo más que un ropero en día de fiesta, para ofrecer a los empresarios su novísimo y emocionante espectáculo. —Y usted. ¿Quién es?—le preguntó Ignacio. —Yo —contestó el aludido— soy don Tancredo López, ¡el rey del valor¡ —Le advierto —replicó el otro empresario, Tomás-- que aquí está todo pagado y que el buen vino y los valientes duran muy poco. —Lo sé —añadió don Tancredo—, pero yo mi valor le acredito ante los más pavorosos toros. En un principio, los Luengos creyeron que el recién llegado estaba más loco que una espuerta de grillos: pero con el transcurso de la conversación, el incesante copeo y una explicación de don Tancredo, sobre una banqueta, de la suerte ofrecida para su explotación, quedaron todos arreglados, por muy pocas peseta por cierto, para que el «fascinador» de reses bravas se presentase ante el público Madrileño en la tarde del día 30 de aquel mismo mes de diciembre.Había nacido en el barrio valenciano del Grao. Para este día, y con novillos de don Víctor Biencinto, se anunció una corrida con los diestros Antonio Segura, «Segurita», madrileño, y el vallisoletano Anastasio Castilla pero lo que despertó una gran expectación, motivando el lleno de la plaza, fue la primera exhibición de «Don Tancredo López, el rey del valor, según rezaban los carteles.
Después de trabajar como zapatero y albañil, intentó la aventura taurina, sin éxito. A fines de siglo, en Cuba, vio a un mexicano, “El Orizabeño” (también llamado “El esqueleto taurino”) que hacía la “suerte del cajón”. La adaptó él como “la suerte del pedestal”: esperaba al toro a pie firme, encima de una pequeña plataforma, pintado de blanco; el toro se acercaba, lo olía, quizá le rozaba pero, ante su absoluta inmovilidad, creyéndolo de mármol, acababa yéndose... Después, para demostrar que se trataba de un auténtico toro bravo, lo toreaban en lidia ordinaria.

Apenas Anastasio Castilla despachó al segundo novillo, ante la general curiosidad de los espectadores, dos empleados de la Plaza se presentaron en el ruedo transportando y colocando en el centro de él un pedestal de madera pintado de blanco, de medio metro de altura, y seguidamente, fresco y sereno, apareció don Tancredo, vestido de majo tocado con sombrero de medio queso y barba postiza, recortada, todo en blanco, como el pedestal, Don Tancredo reconoció, «por si las moscas», el pedestal, saludó al concejal que presidía la corrida y al público, suplicándole, por señal, guardase el mayor silencio durante el experimento. Acto seguido subió al pedestal, se afianzó en él cara a los toriles, cruzó los brazos, como diciendo « ¡Aquí hay un barbián¡», y ordenó la salida del carnudo. Apareció entonces por el chiquero, revolviéndose, un toro cárdeno, con cuatro años, y abierto de pitones. Velozmente se dirigió hacia el hombre estatua, se paró en seco, sugestionado, a una distancia escasa de un metro, y así estuvo por espacio de idos minutos¡ ¡que a don Tancredo le debieron parecer dos años, ante el estupor de los emocionados espectadores. Transcurrido el angustioso momento, un peón saltó al ruedo, «avisando» con el capote al toro; éste abandonó el lugar del suceso, y don Tancredo, dando saltitos de alegría, recorrió triunfalmente el anillo, mientras el toro fue retirado a los corrales, y los hermanos empresarios se abrazaban en el callejón ante el «bollo», de carácter económico que tenían a la vista. Como rara coincidencia, el toro del experimento se llamaba «Espantavivos», y el presidente de la corrida era don Faustino Nicoli, industrial escultor y marmolista. A los pocos días, y con igual éxito, don Tancredo repitió el experimento con ¡un miura! Des de aquel histórico momento, don Tancredo gozó de una enorme popularidad; las Empresas se lo rifaban, y surgieron los imitadores, de uno y otro sexo, por todos los lados. «El rey del valor», que viviendo en la calle del Príncipe, número 12, tuvo que nombrar idos apoderados¡, porque uno solo no daba abasto para firmarle contratos, fue el tema de todas las conversaciones: su indumentaria se puso de moda como disfraz en los Carnavales: maestros compositores le escribieron pasodobles: autores cómicos le llevaron a los escenarios, y en las calles, las ciegos filarmónicos cantaron sus proezas, siendo innumerables las entrevistas periodísticas a que fue sometido, Y este hombre singular, con un anecdotario para escribir un voluminoso libro, después de saborear las mieles del éxito y los mejores caldos de los más acreditados cosecheros, murió en la más espantosa miseria en Valencia, la tierra que le vio nacer una tarde otoñal del 1924.
Fuente de inspiración
La figura de Don Tancredo ha inspirado a pintores (Picasso), novelistas (Baroja), actores (Fernando Fernán Gómez)... Pocos temas taurinos han atraído tanto a los poetas y ensayistas. Curiosamente, lo suelen interpretar en dos claves opuestas. Para unos, es un pasota, lo contrario del hombre que se compromete y arriesga (últimamente, Zapatero y Rajoy han sido calificados de “Don Tancredo”). Para otros, en cambio, es un ejemplo de estoicismo, de mantener la serenidad, en las situaciones más difíciles. Le dedica, por ejemplo, una “letrilla desangelada” Luis López Anglada: “Fantasmón de cal y arena... /Blanco sin pena ni gloria / que no dejó más memoria / de sí que una estatua al miedo, / Don Tancredo”. Más positivamente lo ve, por ejemplo, Octavio Paz; en una atmósfera de pesadilla, se identifica con el toro, que no logra cornear a la estatua inmóvil: “Don Tancredo se yergue en el centro, relámpago de yeso...” Cuando murió Tancredo López, un humorista dijo que se trataba de un caso insólito: era el primer albañil que había ganado dinero, estando parado... Para bien o para mal, un símbolo de nuestra raza.

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