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lunes, 25 de agosto de 2014

JUAN YUST


A principios del siglo XIX en la barroca Sevilla nació, en el famoso barrio de San Bernardo, un niño que respondía al nombre de Juan Yust. Despierto, con ambición, talento y manifiestas cualidades que dejaba sentir con plena generosidad. Asistente cotidiano al corralón del matadero de la capital andaluza, ahí, ante el mejor maestro, ejercitó la práctica de todas las suertes del toreo y muy pronto, su tío, experto banderillero, lo ingresó a la cuadrilla del capitán Juan León y Antonio Ruiz. Se placeó, según el argot taurino, en escenarios de las regiones de Andalucía y Extremadura. Estas actuaciones le sirvieron para ir corrigiendo los defectos técnicos que poseía.
Su intuición lo hacía destacar y se convierte, de golpe y porrazo, en el consentido del propio maestro Juan León. Debuta en Madrid En el calendario de 1829 se presenta como banderillero, ante la siempre temible afición de Madrid, con indudable éxito en sus participaciones. Y el capitán Juan León lo lleva a los cosos de Mérida, Badajoz y Jerez de la Frontera. Fue en esta plaza donde se le concede un toro y Juan Yust sorprende a tirios y troyanos, matándolo de un estoconazo en la difícil suerte de recibir. Con inteligencia, este diestro, en cuanto se abre la escuela taurina de Sevilla, sacrifica sus ajustes de la temporada con el deseo de tomar clases de la célebre academia y adquirir los sabios consejos, la sobria enseñanza del maestro Pedro Romero y la hábil -con cierta maña- de Jerónimo José Cándido. Al correr de los años, Juan Yust va consolidando su prestigio y cualidades como torero.

Lo dejó de ver algún tiempo Juan León, el capitán de cuadrillas que queda asombrado, en 1838, cuando lo observa actuar en el coso de la plaza del Puerto de Santa María y esboza con sencillez su opinión tras esa actuación: "Está hecho Juan todo un matador de toros". En las campañas de 1839 y 1840, Yust se sitúa en la cumbre. Sí, todas las empresas de España se disputan al nuevo valor del espectáculo que a toda costa desean enfrentarlo con una figura de la talla, solvencia y jerarquía como la de Francisco Montes Paquiro. Recuerda el tratadista Velázquez y Sánchez, que entre los muchos rasgos de valor que exhibió en su corta y brillante trayectoria dentro de la problemática profesión del toreo, se encuentra la siguiente anécdota: "En cierta corrida, en el año de 1840, al pasar Yust de muleta a su primer toro, le advirtieron los del tendido que se le habían soltado los cordones de los machos del calzón, y delante de la misma cara de ejemplar dejó espada y muleta en el suelo, se ajustó los cordones, apretando sus lazadas, recogió calmadamente los trastos de matar y, citando al burel cambiado, se lo pasó por delante, echándolo a las tablas en un alarde que provocó los mayores aplausos del público asistente". En pleno poderío Las hazañas del valeroso sevillano se cantaban con elogios sin medida por todo el suelo de la península ibérica. Tomó la alternativa en Madrid el 4 de abril de 1842 y se la confirió Roque Miranda. Y simplemente... ¡Llegó, vio y venció! El entusiasmo de los conocedores aficionados madrileños fue de tal dimensión, extraordinario puede apuntarse, que llegaron a arrojar coronas de laurel al ruedo, rendidos ante esa demostración de torerismo que ofreció, sin reserva alguna, este predestinado diestro.
Un episodio que muy pocos han vivido a lo largo de la historia de la fiesta brava, de la locura e intensidad que experimentó Juan Yust. Los revisteros de la época se desbordaron en sus conceptos, considerándole todos como la única figura del toreo que podía equipararse al gran Paquiro. La campaña de ese año, simplemente, fue notable. Los éxitos menudearon en todas las plazas del suelo hispano. Era un torero que daba la impresión de ser imprescindible en la confección de cualquier cartel que se ofreciese con el sinónimo de redondez y jerarquía. O sea, Juan Yust estaba en plena época de poderío taurino, cuando podía con todo, alternantes y toros. La gente le rendía tributo a su consistencia y se le catalogaba como un fuera de serie. Sin embargo, qué lejos estaba el torero de los designios del destino, no de su halo de infortunio en el ruedo, pues los toros poco lo tocaban. En 1842 concluyó su vida, tras una temporada pródiga en satisfacciones y la más prometedora de su trayectoria. Si a Juan Yust se le hubiese dado a elegir, sin duda que la decisión, con real vehemencia, habría sido morir en las astas de un toro, en un coso y ante la admiración del conglomerado. No fue así. El día 4 de septiembre de esa impresionante campaña, pasó a la leyenda. Después de torear, por la noche, fue atacado por un violento colico. La ciencia médica fue impotente y el torero del barrio de San Bernardo murió en la madrugada del día 5 en Madrid por un capricho, que se antoja incompresible, que le marcó el destino en plena madurez, poderío y gloria.

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