Manuel Domínguez Campos, más conocido como “Desperdicios”,
es una de esas figuras de la tauromaquia que desbordan los límites del ruedo.
Torero de casta, nacido en Sevilla en 1816, encontró su verdadera dimensión
vital no solo en las plazas de España, sino a través de una increíble odisea en
América del Sur, donde combinó el arte del toreo con las armas, la
supervivencia extrema y la aventura al más puro estilo romántico decimonónico.
La alternativa y la huida: origen del periplo americano
Corría el año 1836 cuando Domínguez tomó la alternativa en
Zafra (Badajoz). Sin embargo, un oscuro incidente en Sevilla —posiblemente un
duelo o un hecho de sangre— lo llevó a abandonar precipitadamente España.
Contrató una cuadrilla y se embarcó rumbo a Montevideo, iniciando así un exilio
autoimpuesto que se convertiría en una de las etapas más intensas de su vida.
Montevideo y la Guerra Grande: el torero soldado
Apenas instalado en el Río de la Plata, estalló la conocida
Guerra Grande (1839–1851), que enfrentó a los blancos de Manuel Oribe, apoyados
por Argentina y sectores franceses, contra los colorados de Fructuoso Rivera,
respaldados por Brasil y batallones de mercenarios europeos, entre ellos
Giuseppe Garibaldi.
Domínguez fue enrolado en las fuerzas de Rivera. Lo que
parecía un viaje taurino se convirtió en una experiencia bélica en toda regla:
fuego, caballo, machete y pólvora. Se batió como soldado en diversas
escaramuzas y quedó involucrado directamente en el conflicto civil más
importante del Uruguay decimonónico.
Triunfo en Río de Janeiro: entre toros y emperadores
Terminadas algunas campañas, Domínguez cruzó hacia Río de
Janeiro, donde en 1840 o 1841 se celebraban festejos por la coronación de Pedro
II de Brasil. Allí toreó en cuatro corridas solemnes, obteniendo un éxito
apoteósico. Fue aclamado por la corte y la aristocracia brasileña, quien lo
colmó de regalos y agasajos. Fue, quizás, el momento más glorioso de su carrera
como torero.
Buenos Aires: tierra hostil, vida salvaje
Regresó a Buenos Aires con la esperanza de revivir la
tauromaquia en el país del Plata. Pero el gobierno rosista, poco inclinado a
espectáculos de raigambre española, le negó el permiso para organizar festejos.
Sin apoyos, Desperdicios debió reinventarse.
Su biografía en esta etapa se convierte en un verdadero
canto al hombre de frontera: trabajó como guajiro, mayoral, traficante,
contrabandista, guerrillero y hasta capataz en zonas de conflicto con los
pueblos originarios. Según algunas crónicas, era respetado —y temido— como un
hombre duro, valiente y de pocas palabras. “Fue bravo con los bravos matones”,
afirmaron cronistas de la época.
Revolución contra Rosas y fuga milagrosa
Con la caída del dictador Juan Manuel de Rosas tras la
Batalla de Caseros (1852), Domínguez volvió a tomar partido, esta vez por los
insurgentes. Capturado por las tropas federales, fue condenado a muerte, pero
logró escapar en plena noche, cruzando el campo hasta alcanzar de nuevo
Montevideo. Desde allí se embarcó en la fragata Amalia, que lo condujo de regreso
a España, llegando a Cádiz en mayo de 1852 tras dieciséis años de intensas
peripecias.
La figura de Manuel Domínguez “Desperdicios” escapa a los
moldes tradicionales del torero del siglo XIX. Su vida, especialmente en
América, lo convierte en un personaje de novela histórica, mezclando capa,
estoque, sable y uniforme. Combatiente involuntario, torero errante, personaje
mítico, sobreviviente y testigo privilegiado de uno de los períodos más
convulsos del Cono Sur, su nombre debería resonar no solo en las plazas, sino
también en los anales de la historia aventurera del siglo XIX.
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