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jueves, 18 de septiembre de 2014

FRANCISCO DEL PINO, GADITANO.


Allá por el año mil ochocientos cuarenta y tantos en tiempos de Paquiro y el Chiclanero taconeaba su empaque grandullón por las calles de Cádiz don Francisco del Pino. Este tipo, de exaltada popularidad, fue mozo de estoques de aquél y compadre de éste. Nació El Viernes de Dolores de 1798, en la "tacita de plata", y desde que en 1813 viera en Plaza a los afamados Curro Guillén y el Sombrerero, se le despertó el amor a la tauromaquia; y ejerciendo el honroso cometido de servir los estoques de oficio a estas y otros diestros, quizá se cuajara torero de verdad si el amor no le aparta, siquiera transitoriamente, de la férula de aquellos maestros, con los que mucho aprendiera si a Cupido no se le antoja sorberle el seso. Con la boda -in facie ecclesie- se le entró la fortuna por las puertas; abandonó la ebanistería, a la que se dedicaba en los ratos de ocio, y se matriculó con el alto comercio. A mediados del año 19 vendía sanguijuelas, las más hambrientas de la península y Ultramar. Ignoramos por qué se titulaba compadre del Chiclanero pues no tuvo hijo al que bautizar ni mantuvo en la pila a ningún Chiclanero Chico; pero compadres se llamaban, y aunque fuera por chunga, de verdad que lo apreciaba el famoso diestro.
No le fue bien a Pino en el hogar, pero le prosperó el negocio; y a le venta de sanguijuelas se emparejó la de cuarterón, de contrabando y picón para braseros. Se le voló la pájara, dicen, y comenzó a consolarse de su ausencia en lugares competentes para el olvido, que tabernas no faltaban en su tierra, y a la vuelta de su portalillo estaba la de la Recova, manantial de consoladora manzanilla sanluqueña y espirituales bocas de la Isla. Los triunfos de su compadre le removieron la sangre torera, borrándole instintos comerciales. No podía atender el negocio que le daba el pan sino abandonando el pedestal que le iba labrando la, socarronería de sus concurdáneos, y adoptó un término medio: reducir las especies al tabaquillo entrefino en cuarterones de a real y aceptar de dependiente a un mono tetuaní, grande y rabón, fiel y sobrio, que, simplificada la venta, le fue fácil acostumbrarse al toma y daca tras una semana de lecciones entre estacazos y cacahués. Monedita de real al cajón y cuarterón de picadura sobre el mostradorcillo. Dejamos al mono, que, con gafas verdes, camiseta a rayas y gorrito a la turca, parecía un hombre, y al que su fidelidad de mono costó la vida, y volvamos a don Francisco del Pino, cuyos entusiasmos taurinos, reverdecidos en eternas vagancias y alentados par la socarronería de amigotes y convecinos, desembocaron en el pintoresco profesionalismo que le hizo célebre. Y conste que no tuvo poca parte en que así fuera su propio compadre. Culminó su gloria en la vieja Placita gaditana, cara a la asar, por el lado que mira a la bahía anchurosa. En el año de 1852 se imprimió en Cádiz, en la imprenta y litografía de la "Revista Módica", a cargo de don Juan Bautista de Gaona, sita en la plaza de la. Constitución, número 11, una pequeña y extractada biografía de don Francisco del Pino, escrita por uno de sus numerosísimos admiradores, dice en su preámbulo: '"...Sin Hornero, Virgilio y el Tasso, que a un tiempo fueron eminentes poetas, historiadores y biógrafos, no conoceríamos coma conocemos los héroes y las proezas que ilustraron a Grecia e Italia en la antigüedad y a la Europa entera en tiempos de las Cruzadas".
Pues gracias al chungón gaditano sabemos que en la tarde del 17 de agosto de 1845 se arrancó don Francisco del Pino, decidido a matar dos toros en la Plaza gaditana; dando principio a su vida pública con años para no meterse ya en camisa de once vanas. Y atándose los machos, cascabeleando ya a la puerta de su portalillo el jaco de la calesa que había de transportarlo a la Plaza, le llegó el consejo de su, compadre, o mejor, sus instrucciones: "Compadre: para que mate usté los dos burós que le, tocan, preséntese delante de ellos bien cerca, búsqueles la mediación de la, geta y píncheles allí donde pueda...; basta”. Y sirvió a den Francisco del Pino su frescura iluminada y le bastó aquella decisión que tantos ases envidiarían para salir avante. Fue un torero provincial y medio In broma, medio en serio, llegó su fama hasta Algeciras. Su vida, atiborrada de anécdotas necesitaría un libro de trescientas páginas. Una nos interesa hoy no dejarla en el tintero: "El Comercio", --periódico gaditano, en su número correspondiente al mes 10 de junio de 1851, refiere cómo en la corrida extraordinaria celebrada domingo anterior salió un toro flojo en varas y mansurrón en todo lo demás. El público lo tomó a guasa, rieron, además era chico y esmirriado, y por seguirla, la emprendió con don Francisco del Pino, que ya en el apogeo de su gloria y comiendo avellanas estaba entre el público, para que se arrojara al ruedo y lo matara ante la repulsa que patentizaban los diestros y así dice el revistero de aquel periódico gaditano:
(Va hablando del toro)
Su alegría el pueblo nota
y pide, por si es de vino,
salga a ver si lo acogota
mi insigne compatriota,
señor don Francisco Pino
Pero éste, con gran talento,
no tuvo de lucir ganas
y se retiró al momento,
dejándose en el asiento
un pañolón de avellanas.
Eran de enojo encendidos
sus pómulos, remolachas;
y al salir de los tendidos
decía: "Ruegos perdidos...
yo no mato cucarachas".
Tan cierta fue la cosa, y a tanta altura quedó su dignidad profesional, que del acontecimiento surgió la idea do que abriera una escuela de tauromaquia. ¡Y la abrió! Ya no vivía el mono, que seguramente se hubiera Encargado atenderla, como a la, tienda, y don Francisco pechó con las seccionen... ¡y tuvo alumnos! Fueron los más aprovechados: Antonio Romero, el Pastor, del Puerto de Santamaría. José Pontrimoli, Pichirín, del barrio gaditano de los Corrales. Antonio Duarte, Cucharilla de Chiclana. Antonio Jiménez, el, Troni, de Cádiz. Antonio Fernández, el Momito, de Chiclana. El Curro, de Cádiz, Francisco Ortega, el Cuquito, de Cádiz. Juan Feria, Linchachi, de Algar. Todo, trabajaron en las Plazas de México y Lima, y si allí llevaron las enseñanzas de don Francisco del Pino, hay que convenir que cimentaron algo muy serio y digno de consideración. Así lo describe el revistero cuando su debut:
Visteis un hombre vendado,
jugando a ciega gallina,
que vacilante camina,
y aquellos que le han cegado,
si lo ven aproximado
a estrellarse contra un chino,
gritar “riyendo",.. ¡tocino!
! Pues así comenzó el juego,
y dicho se esté que el ciego
era don Francisco Pino.
Total: que se negó a matar cucarachas y que a ciegas se iba al toro. Que, entre chuflas, enseñó, cuando menos, dignidad profesional, y que supo inculcársela hasta al mono que adiestró para dependiente ¡Pobre don Francisco del Pino! Si antaño dio mucho que reír, hogaño no deja poco que pensar.

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