lunes, 2 de junio de 2014

FELIPE GARCIA BENAVENTE


A este torero hay que considerarle y juzgarle como a uno de los más generales en la práctica de todas las suertes de torear. Fue picador, banderillero y matador; y si bien en ninguno de los tres casos referidos llego a conquistar un nombre de primera fama, lo cierto es que tampoco quedo en ellos en tan bajo lugar que, cuando menos en alguno, no se le haya calificado de notable. Y es esto tanto más de extrañar y de aplaudir al mismo tiempo, cuanto que de nadie recibió lecciones para nada, y toreando, lo mismo a pie que a caballo, no hizo más que seguir los impulsos de su corazón. Si esto demuestra su grandísima afición y sobrado valor, significa también que si Felipe hubiese tenido a su lado algún maestro, hubiera llegado a donde pocos. Es verdad que para ello hubiera tenido necesidad de reprimir sus ímpetus, observar más y parar los pies. A caballo no se puede negar que caía muy bien, se tenía mejor que muchos buenos jinetes y ha salido por derecho a la suerte de picar con vara de detener. Pero su defecto principal consistía en hacer salir al caballo de la suerte antes de tiempo, y esto daba lugar casi siempre a poder apretar poco con el brazo derecho y a ser acometido por las reses codiciosas en la salida, donde si el caballo no tenía buenas piernas, era indefectiblemente alcanzado. Mucho corrigió esta falta, que no era hija de ignorancia, sino de la viveza de su carácter, que quería hacer las cosas antes de pensarlas, y ya en las últimas corridas en que tomó parte como picador se le vio más concienzudo y atinado. Sólo en tres temporadas de novillos en Madrid trabajó como tal picador; por cierto que la última vez que salió a caballo fue en la tarde aciaga en que todos los aficionados de Madrid recuerdan que, mandado retirar un toro al corral de la plaza vieja, dio muerte al conocido mayoral Eleuterio en el callejón que conducía al corral mencionado.


Su transición de picador a espada fue tan brusca, tan repentina, que ni él pudo figurársela, puesto que fue hija de la casualidad y de su excesivo amor al arte. Un día de novillada faltó a su palabra el torero que debía dar muerte al toro de la mojiganga y el empresario se veía en gran apuro, porque los lidiadores ya conocidos no se querían rebajar y los principiantes no se atrevían. Felipe se brindó y comprometió a despachar al cornúpeto, y lo hizo tan perfectamente y con una soltura tal, que parecía que siempre había tenido en sus manos los trastos de matar. Claro es: como que a pie dirigía en el acto los movimientos a donde su idea los encaminaba, y a caballo no siempre obedecía éste a la mano del jinete con la rapidez y precisión necesarias. La prueba para conocer si el valor y la serenidad del hombre a pie eran los mismos que había siempre tenido a caballo, estaba hecha y con buen éxito. García cambió las espuelas por las zapatillas y se dedicó a lidiar a pie, con la esperanza y firme propósito de ser un matador adelantado. 

Se contrató en la plaza de toros de Zaragoza en 1874 para matar en las novilladas, y tanto gustó al público aragonés por su arrojo, que durante ocho meses trabajó a satisfacción de todos, proporcionando buenas entradas a la empresa, y eso que a principios de aquel mismo año, en 6 de Abril, tuvo una cogida lidiando en Barcelona, de la que no estaba completamente curado cuando fue a Zaragoza. Vino después a Madrid a matar los toros de puntas en las novilladas, y al año siguiente (1875) figuró como sobresaliente de espada en los carteles de temporada, banderilleando, sin embargo, los toros que le correspondían. Debemos juzgarle antes como banderillero que como espada, y al verificarlo no podemos menos de elogiar su gran empeño en complacer al público, su actividad en los quites, su prodigiosa fuerza de rodillas y su valentía temeraria. Pero duró poco como banderillero, y es lástima, porque sus condiciones antedichas le hubieran hecho figurar en pocos años al nivel de los mejores. Como los deseos del joven torero eran los de llegar cuanto antes al término de su carrera, fue banderillero,, como hemos dicho, mucho menos tiempo del que le hubiera convenido para perfeccionarse, y tomó la alternativa de matador en la plaza de la corte el día 15 de Octubre de 1876, que le dio el primer espada Manuel Carmona. Fuerza es confesar que el muchacho procuró siempre complacer al público, que en él ha visto a uno de esos hombres que a nadie deben su carrera, y que lejos de haber perdido conocimientos en la profesión, los fue adquiriendo cada vez más, aplicándose. 

Valor le sobraba y serenidad no le faltó. Por acelerarse tuvo las cogidas de Madrid, Barcelona y Pamplona, la última de las cuales, ocurrida el día 10 de Julio de 1877, pudo costarle cara. Nació Felipe en Getafe, provincia de Madrid, en el año de 1840; era hijo de D. Antonio y doña Feliciano, Benavente, a quien desde la muerte de su padre, acaecida en 1860, mantuvo con el escaso jornal que ganaba en el oficio de carpintero, dentro de Madrid, adonde se trasladaron en dicha época; y después como encargado de la caballeriza de la plaza de toros hasta que se hizo picador. Siendo ya espada de cartel contrajo matrimonio en esta corte el 28 de Septiembre de 1878, con la agraciada señora doña María Lucas Sánchez. Fue su fortuna varia toreando, se retiro de su profesión en 1887; la última vez que estoqueó fue en Palencia el 3 de Septiembre de 1891, y eso sucedió por salvarse de un compromiso. Había tomado en arriendo aquella plaza para dar en ella, como empresario, algunas corridas de toros, y en la que se celebraba ese día fueron heridos los espadas contratados, y él, por evitar un conflicto, bajó al ruedo, y vestido de paisano mató y lidió con valentía. Una grave enfermedad le llevó al sepulcro, falleciendo en Madrid el día 31 de Mayo de 1893, dejando a su esposa y seis hijos, el mayor de trece años, en la más triste situación. Gozaba universales simpatías.

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