Rafael Gómez el Gallo, genio, gitano y artista, era el arquetipo y la quintaesencia del torero de arte. Padre espiritual de los Curros, de los Rafael de Paula de los tiempos actuales, El Gallo toreaba con sortilegio, con el misterio propio de una raza, tan distinta de la nuestra, que solamente el toreo gitano se puede acompañar por guitarra. Rafael, el divino calvo, tenía todos los elementos mágicos del toreo gitano. De él y de los toreros gitanos en su libro "Discurso de los toreros", Joaquín Romero y Murube dijo: " ...los gitanos tienen del tiempo y del espacio, es decir, de las dos extensiones puras de la existencia, una medida aparte de los demás mortales. Y en el toreo esto lo manifiestan maravillosamente. ¿Os acordáis de aquella lentitud infinita del capote de Curro Puya?. Parecía que su media verónica iba impregnada en un óleo denso de nardos y aceitunas. Esto en cuanto al tiempo. El espacio lo suelen revolucionar los gitanos con la arrabolera, con la larga, con esas peculiares improvisaciones en la que el capote sube de pronto y se convierte en pájaro, en salomónica columna que vuele, en palmera que busca el sol, en mágicos tirabuzones de colores que establecen una lejanía infinita entre el toro y el artista."
Rafael era el torero gitano por antonomasia no solo en la plaza, sino en la vida. Inventó muchos pases: el del Celeste Imperio, el cambio de muleta por detrás a la espalda, la serpentina, el pase de castigo con la izquierda. Aunque nacido en Madrid fue sevillano por los cuatro costados. Aún hoy en las tabernas del Arenal o en los bares al lado de la Maestranza todavía se encuentran viejos aficionados, que aún se acuerdan de él. Delante una copita de fino o de manzanilla, sentados en las mesas de "Los tres reyes" o de la "Gloria Bendita" a baja voz, como si tuvieran confesarte un secreto, te dicen: "...Rafael estaba loco y nadie lo sabía".
Copita tras copita, vaso tras vaso surgen los recuerdos, se revelan secretos de un hombre, de un torero inolvidable; nacen los recuerdos de un torero, que fue "cantaor" de su propia leyenda. Y como me lo contaron delante de una copa de Fino Quinta o de La Gitana, así os cuento la historia de un torero genial, quintaesencia del toreo que fue. El recuerdo de él vuela por los cielos de Sevilla, cuando llega la primavera. "¡Por ahí viene El Gallo!. Ya es primavera. ¡Ya está aquí la feria!" solían decir los sevillanos.
Rafael el Gallo pasaba el invierno en letargo, encerrado en el piso que su hermana Lola, mujer de Ignacio Sánchez Mejías, poseía al lado de La Campana en el mismísimo corazón de Sevilla. Cuando la primavera iba perfumando las calles de Sevilla, El Gallo se despertaba de su prolongado letargo y se echaba a la calle a dar su inconfundible paseíllo. La gente lo veía andar por Sierpes, dirigiéndose hacia la tertulia de Los Corales. La gente lo veía pasar como una estampa torera, imposible de olvidar: sombrero de ala ancha, clavel en la solapa, pañuelo de seda al cuello y su eterno cigarro entre los dedos. Rafael el Gallo: eternamente rico, eternamente pobre. Para él el dinero era papel al viento, era como la marea que sube y baja por el Guadalquivir, el cuento de la cigala, vestida de seda y oro. Cuando las cosas venían por derecho y buenas, era el acabose, el summum, la borrachera, el no plus ultra del arte y de la gracia torera; en las tardes de espantá se echaba en el callejón de cabeza. Me sigue diciendo el viejo aficionado: "...daba pena verlo cuando se tiraba de cabeza al callejón, con aquella calva llena de arena y el semblante desencajado y amarillo como un limón y los ojos saliéndose de las cuencas, mirando aterrorizado por allí y por aquí, como si tuviera por dentro un espíritu de los malos; pero cuando el santo se ponía mirando para él... ¡Aquí era el Acabóse!"
Misteriosas desapariciones en los rincones más recónditos de las repúblicas americanas y ...Pastora Imperio, tópico de los tópicos... y al final terminar sus días en letargo en la casa de su hermana Lola. Rafael el Gallo hablaba solo y casi siempre maldiciendo a Pastora Imperio, que había sido su esposa y a la que achacaba y culpaba de sus mareas y vientos negros. Cuando la tormenta interior descargaba, la culpa era de Pastora, intercalando su soliloquio con palabras "gruesas" dirigidas hacia la que había sido su mujer.En las tardes gloriosas, cuando el toro se congeniaba con su estilo, cuando el toro dialogaba con él, solía decir: "A cada pase que doy me saltan las lagrimas". Su toreo era plasticidad, armonía, estética taurina en su mayor pureza, era clásico como los clásicos y ...romántico como ninguno.
Ejecutaba todas las suertes del toreo no solo a la perfección, sino impregnándolas de un sello personalísimo, una gracia y un donaire no ya insuperable sino inigualables. Fue por antonomasia artista del toreo, acertó a imprimir a sus grandes faenas una suavidad y una inspiración que ningún otro torero supo producir tan intensas emociones estéticas. Incomprendido por la mayoría de las personas que se nutren de tópicos fue un torero solitario, que no dejó escuela. Como los grandes genios fue un "pájaro solitario". Fue un torero mágico, que no plantó nunca cara en el ruedo a nadie; fue solo por el toreo y en la vida con sus ángeles y sus demonios. No conoció la envidia; su soledad y su locura no era algo que estuviera pegado a la tierra. Por dentro de su alma anidaba el espíritu de la contradicción. Era melancólico y con la cabeza por las nubes. Compasivo ante las desgracias de otros y de una abulia crónica de la que no sanó nunca. Dilapidó una fortuna en extravagancias. Dilapidó todo lo que había cobrado a costa de su sangre y menos mal que al final de su vida Juan Belmonte le protegió como un niño y no consintió nunca que muriera de hambre. Por Sierpes iban los dos viejos toreros y todo el mundo sabía adonde iban. ¡Juan y Rafael mano a mano por Sierpes!. Un sombrero de ala ancha y otro de ala flexible, dos claveles en las solapas, un pañuelo de seda al cuello y una corbata; dos andares distintos. La gente entonaba al verlos pasar juntos sus admiraciones disparejas: "Juan..." "¡El Gallo!". Los dos viejos toreros iban a la tertulia de "Los Corales".
Sentados en "Los Corales" dos hombres silencios, costosos cigarros entre los dedos, uno perdido en sí mismo mira las nubes de humo, que van hacia arriba. El otro fija un punto perdido del lugar, moviendo lentamente los labios en un soliloquio interior. Uno es Juan; el otro es Rafael.
Juan Belmonte y Rafael el Gallo: dos cantes grandes, dos duendes, dos filosofías distintas, dos diversas tragedias puestas en el mismo escenario. ¡El Gallo: torero inolvidable, un torero que pasó más allá de su propia personal historia para terminar "cantaor" de su leyenda!. Tenía palabras por todos; jugueteaba con el sombrero de ala ancha, moviéndolo de un lado a otro, de arriba abajo, según como soplaban los vientos de sus recuerdos.
Llegó una primavera y Rafael El Gallo no apareció por la calle. "¡Algo pasa! Estamos de primavera y Rafael aún no se ha visto por Sierpes" dijeron los sevillanos. Nadie le despertó aquella mañana del 25 de mayo de 1960. El torero se quedó dormido para siempre. Eligió para irse a las estrellas el mismo mes que su hermano Joselito. Fue eso el último misterio, que tenía que expresar
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