miércoles, 13 de agosto de 2025

MANUEL DOMÍNGUEZ CAMPOS “DESPERDICIOS”: DESDE LA ARENA A LA GUERRA

 


Manuel Domínguez Campos, más conocido como “Desperdicios”, es una de esas figuras de la tauromaquia que desbordan los límites del ruedo. Torero de casta, nacido en Sevilla en 1816, encontró su verdadera dimensión vital no solo en las plazas de España, sino a través de una increíble odisea en América del Sur, donde combinó el arte del toreo con las armas, la supervivencia extrema y la aventura al más puro estilo romántico decimonónico.

La alternativa y la huida: origen del periplo americano

 

Corría el año 1836 cuando Domínguez tomó la alternativa en Zafra (Badajoz). Sin embargo, un oscuro incidente en Sevilla —posiblemente un duelo o un hecho de sangre— lo llevó a abandonar precipitadamente España. Contrató una cuadrilla y se embarcó rumbo a Montevideo, iniciando así un exilio autoimpuesto que se convertiría en una de las etapas más intensas de su vida.

Montevideo y la Guerra Grande: el torero soldado

 

Apenas instalado en el Río de la Plata, estalló la conocida Guerra Grande (1839–1851), que enfrentó a los blancos de Manuel Oribe, apoyados por Argentina y sectores franceses, contra los colorados de Fructuoso Rivera, respaldados por Brasil y batallones de mercenarios europeos, entre ellos Giuseppe Garibaldi.

 

Domínguez fue enrolado en las fuerzas de Rivera. Lo que parecía un viaje taurino se convirtió en una experiencia bélica en toda regla: fuego, caballo, machete y pólvora. Se batió como soldado en diversas escaramuzas y quedó involucrado directamente en el conflicto civil más importante del Uruguay decimonónico.

Triunfo en Río de Janeiro: entre toros y emperadores

 

Terminadas algunas campañas, Domínguez cruzó hacia Río de Janeiro, donde en 1840 o 1841 se celebraban festejos por la coronación de Pedro II de Brasil. Allí toreó en cuatro corridas solemnes, obteniendo un éxito apoteósico. Fue aclamado por la corte y la aristocracia brasileña, quien lo colmó de regalos y agasajos. Fue, quizás, el momento más glorioso de su carrera como torero.

Buenos Aires: tierra hostil, vida salvaje

 

Regresó a Buenos Aires con la esperanza de revivir la tauromaquia en el país del Plata. Pero el gobierno rosista, poco inclinado a espectáculos de raigambre española, le negó el permiso para organizar festejos. Sin apoyos, Desperdicios debió reinventarse.

 


Su biografía en esta etapa se convierte en un verdadero canto al hombre de frontera: trabajó como guajiro, mayoral, traficante, contrabandista, guerrillero y hasta capataz en zonas de conflicto con los pueblos originarios. Según algunas crónicas, era respetado —y temido— como un hombre duro, valiente y de pocas palabras. “Fue bravo con los bravos matones”, afirmaron cronistas de la época.

Revolución contra Rosas y fuga milagrosa

 

Con la caída del dictador Juan Manuel de Rosas tras la Batalla de Caseros (1852), Domínguez volvió a tomar partido, esta vez por los insurgentes. Capturado por las tropas federales, fue condenado a muerte, pero logró escapar en plena noche, cruzando el campo hasta alcanzar de nuevo Montevideo. Desde allí se embarcó en la fragata Amalia, que lo condujo de regreso a España, llegando a Cádiz en mayo de 1852 tras dieciséis años de intensas peripecias.

 

La figura de Manuel Domínguez “Desperdicios” escapa a los moldes tradicionales del torero del siglo XIX. Su vida, especialmente en América, lo convierte en un personaje de novela histórica, mezclando capa, estoque, sable y uniforme. Combatiente involuntario, torero errante, personaje mítico, sobreviviente y testigo privilegiado de uno de los períodos más convulsos del Cono Sur, su nombre debería resonar no solo en las plazas, sino también en los anales de la historia aventurera del siglo XIX.

domingo, 10 de agosto de 2025

ANTONIO LOBO "LOBITO CHICO": PROMESA TRÁGICAMENTE TRUNCADA DEL TOREO SEVILLANO

 




El 16 de julio de 1893, la plaza de toros de San Fernando se vistió de luto. Aquel día, durante una corrida en la que participaban las cuadrillas de Bonarillo y Minuto, el joven banderillero sevillano Antonio Lobo, conocido en los carteles como “Lobito Chico”, fue mortalmente herido por el toro "Rosadito", de la ganadería de Eduardo Ibarra. El astado, un ejemplar de respeto que ya había recibido diez puyazos y había matado a un caballo, embistió con violencia y fatal desenlace al diestro, cuyas heridas terminaron por arrebatarle la vida poco después en la enfermería del coso.

 

Antonio Lobo había nacido en Sevilla el 2 de octubre de 1870. Desde los quince años manifestó su vocación taurina, dejando atrás el oficio de pintor para dedicarse plenamente al toro. Con apenas diecisiete años se unió a una cuadrilla de “niños sevillanos” encabezada por su hermano, el también torero Fernando Lobo. Este grupo, en el que también figuraban Mazzantinito y Bonarillo, viajó en 1886 a México, donde torearon con notable éxito durante dos temporadas. A su regreso a España, Lobo consolidó su trayectoria como banderillero y se distinguió por su valor, buena colocación y condiciones técnicas, especialmente en la suerte de banderillas.

 

Su presentación en Madrid tuvo lugar el 27 de agosto de 1891 en una corrida con toros de Benjumea, donde actuó junto a Mazzantinito. A pesar de su juventud, Lobito Chico ya era considerado un peón destacado dentro de las cuadrillas, por su facilidad para adornarse con las banderillas y por su entrega en los tercios. Era, además, un hombre de carácter afable y modesto, cualidades que le granjeaban el aprecio de compañeros y aficionados.

 

En la fatídica corrida de San Fernando, al ejecutar un par de frente al cuarto toro del encierro —el mencionado “Rosadito”—, el astado lo prendió de lleno. Una de las astas le produjo una profunda herida en el muslo izquierdo que penetró hasta la cavidad abdominal, desgarrando intestinos y vejiga. Lobito Chico fue conducido de inmediato a la enfermería de la plaza, donde recibió los últimos auxilios y la extremaunción. Lo atendieron el catedrático Dr. Francisco Meléndez, de la Facultad de Medicina de Cádiz, junto a varios facultativos y practicantes. A pesar de sus esfuerzos, el joven no pudo sobrevivir a la hemorragia interna provocada por las heridas. Falleció en la propia enfermería, bajo custodia de la Guardia Civil, mientras sus compañeros asistían impotentes al desenlace.

 

La autopsia reveló el carácter devastador de la herida: rotura de vísceras, gran hemorragia interna y contusión severa en el pecho, provocada por las vueltas que el toro dio tras enganchar al torero. El cuerpo fue velado en la fonda de La Marina y posteriormente en la iglesia parroquial del Salvador, donde se celebró un funeral multitudinario el sábado 29 de julio. Asistieron numerosos diestros, cuadrillas, picadores, empresarios, médicos y aficionados, además de representantes de la prensa especializada y generalista.

 

La emoción fue generalizada, y el dolor, palpable. Su hermano Fernando se abalanzó sobre el cuerpo sin vida del joven torero al entrar en la enfermería, entre gritos desgarradores. Fue una pérdida que conmovió profundamente al mundo taurino de su época. La cuadrilla al completo acudió al entierro, y Bonarillo —el matador con quien Lobito Chico toreaba aquel día— costeó los gastos del sepelio que ascendieron a 322,60 pesetas, además de encargarse de los trámites funerarios en nombre de la madre del torero, Doña Dolores Escobar. Los gastos del funeral.Este gesto fue visto por todos como una muestra de nobleza y solidaridad dentro del mundo del toro.

 

No era esta la primera vez que Lobito Chico se enfrentaba al peligro con consecuencias graves. A lo largo de su corta carrera ya había sufrido tres cogidas anteriores: en Madrid, Villamanrique y, el año anterior, en San Sebastián. En esta última ocasión, una cornada en el vientre lo obligó a lanzarse fuera del ruedo para salvarse. Pero nunca, como en San Fernando, la fatalidad le alcanzó de forma tan definitiva.

 

Aquel 16 de julio de 1893, a sus veintidós años , Antonio Lobo exhaló su último suspiro en el lecho de la enfermería, truncándose así una prometedora carrera en la que muchos veían el reflejo de un futuro torero grande. Su muerte se sumó a las muchas tragedias que ha registrado la historia taurina, pero permanece grabada en la memoria como una de las más amargas, por la juventud, el coraje y la humanidad del torero caído.

 

Su figura representa hoy el arquetipo del valor juvenil y la entrega sin medida que definen al buen torero. Y aunque su nombre no alcanzó a figurar en la gloria de los grandes carteles, sí dejó una huella imborrable en la historia del toreo decimonónico. Lobito Chico, joven promesa truncada, descansa en la memoria del arte taurino como símbolo de una pasión que, como tantas veces, encontró en la arena su trágico desenlace.