viernes, 1 de enero de 2016

EL QUIEBRO DE LA LEVITA


Erase el año 1858. El día no podía ser más hermoso. El sol lucía esplendorosamente,  dejando sentir los efectos de sus rayos del mes de junio. Toda Sevilla rebosaba fiesta: las fachadas de las casas recién blanqueadas hacían resaltar los mil colores de las colgaduras y pañolones de Manila que pendían de sus balcones, de los cuales formaban digno marco el verde de las tupidas enredaderas y el color violáceo de sus flores. Las calles no podían contener aquel simpático bullicio. La procesión del Corpus no tardaría en recorrer las vías que se hallaban entoldadas para resguardar del sol a tanto ser humano. Se veia a las mujeres pasar airosamente, haciendo crujir sus blancas enaguas; luciendo sus hermosas cabezas adornadas con la rica mantilla de blanca blonda, su grupo de vistosas flores en el sedoso cabello y abultado seno, en busca de la casa amiga, en que habían de presenciar el paso de aquellas imágenes tan netamente andaluzas. 

Las flores y piropos que de los grupos de gente bulliciosa salían, eran contestados por ellas con alguna frase ingeniosa que delataba el buen humor de la persona agraciada. Mientras esto ocurría en la calle, en uno de los colmados más concurridos de la capital, y en tomo de una mesa en cuyo centro se veía un plantel de cañas de olorosa manzanilla, exponían su opinión un buen número de aficionadas sobre el hermoso trapío de las ocho reses de don Anastasio Martín, que la noche anterior habían sido encerradas en los corrales de la Plaza y que aquella tarde debían ser lidiadas por Manuel Domínguez y otro matador de los que por aquel entonces compartía con éste los aplausos. Los más entusiastas elogiaban la buena presentación de la corrida, pues que todas las reses eran muy iguales y todas de pelo negro, color dominante en la ganadería de don Anastasio. Para que nada faltase a aquella animada conversación taurina, entraron en tela de juicio los quiebros de Antonio Carmona Gordito, que en aquella época valieron a este diestro tantas y tan merecidas ovaciones. Los alegres pasodobles anunciaron a este grupo de entusiastas que la procesión había terminado y las tropas que cubrían la carrera se retiraban a sus cuarteles. Con la esperanza de presenciar una superior corrida por lo que de la discusión se dedujo, se despidieron, no sin antes acordar que a la terminación del espectáculo y en aquella misma mesa se cambiarían las impresiones y se discutiría la labor ejecutada por los diestros que habían tomado parte. La Plaza rebosaba de gente. 

Presenciaba la corrida el Sermo. Infante Duque de Montpensier. Se habían lidiado tres toros con general aplauso. El cuarto, de nombre Limeto, de mucho poder y bravura, había tomado 26 varas de Francisco y Antonio Calderón y del Corvino, a los cuales mató ocho caballos. El público se apercibió que en uno de los palcos y presenciando la corrida, se hallába el joven Antonio Carmona (entonces contaba veinte años) y, como movido por un resorte, pidió que el muchacho ejecutara su suerte favorita. El Gordito, siempre tan galante con los públicos, no iba a serlo menos para con sus paisanos, y entre una delirante salva de aplausos bajó al redondel dispuesto a enloquecerlos. Tomó los palos y citó al de don Anastasio, que se íe arrancó veloz como el rayo. Carmona le cambió; pero tan ceñido pasó el toro a su cuerpo, que en el asta derecha llevóse, a guisa de bandera, el faldón derecho de la levita que vestía. El aplauso con que el público premió aquel par de banderillas debe repercutir aún en los oídos de tan aplaudido diestro. Manuel Domínguez dio muerte a este hermoso toro de una superior estocada recibiendo, muerte tan noble cual su nobleza merecía. 

Media hora después de la corrida celebraban en el colmado los dos quiebros: el del par puesto por Carmona al cuarto toro y el quiebro de la levita.

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