Fue histórica, y se habló de ella tanto como de las guerras coloniales, que entonces ardían en pompa. Afortunadamente, hoy no se registran en las Plazas de toros aquellas broncas de otros tiempos. Eran unas broncas que muchas veces se promovían por el acre deleite de adoptar una actitud encrespada, y muy a menudo por los dictados de la sinrazón y la injusticia. Evidentemente, no es sólo por el menor riesgo que hoy corre el lidiador con el toro de nuestros días, sino por otras varias causas, por lo que su profesión resulta en la actualidad más cómoda que hace más de cien años. Antes había espectadores que sentían la fascinación de las broncas, como si éstas encerrasen un misterio vital y representaran el último término y la explosión de las pasiones. Y sabido es las que «Guerrita» produjo, a pesar de no haber tenido rivales que, al competir con él, ayudaran a fomentarlas, aunque acaso precisamente por esto desatara la animosidad con que los públicos le trataron durante los últimos años que ejerció la profesión. Muchos son los escritores de su época que están de acuerdo en este punto. Pero dejemos las granzas y tomemos el grano: La bronca que «Guerrita» oyó en la corrida de la feria de abril en Jerez, el año 1896, fue un suceso de los de más bulto en aquella temporada, tanto más por las consecuencias que tuvo para el célebre diestro cordobés.
Se lidiaron seis toros de la ganadería de don José Antonio Adalid por las cuadrillas de dicho Rafael Guerra y Antonio Reverte, en un mano a mano que entonces era la suprema atracción, y para presenciar la corrida cayeron sobre Jerez numerosos aficionados de Cádiz y Sevilla. Si a esto se agrega que la fiesta se celebró en una tarde espléndida, de esas en que un sol primaveral vierte todas sus galas sobre el suelo andaluz, puede colegirse el lleno que hubo en la plaza de jerez. La animación era extraordinaria. El quinto toro de la que antes fuera ganadería de Núñez de Prado acreditó ser un «vistahermosa» legítimo, uno de aquellos «condesos» que hicieron tan célebre la casta. Bravísimo, duro y codicioso, acometió contra los picadores en la suerte de varas, y en una de éstas cargó con el picador «Agujetas» y su caballo y los llevó buen trecho en su cabeza, hasta que en una fuerte sacudida los arrojó violentamente para fijar su atención en las capas de los matadores, los cuales acudieron a hacer el quite con gran revuelo.
Pero la ovación que «Guerrita» y Reverte escucharon por su valiente intervención, se convirtió en seguida en la bronca a que antes nos referimos, por no acceder dichos diestros a banderillear a la res, tal como buena parte del público pedía. Sobre el redondel cayó una lluvia de botellas y otros proyectiles; el escándalo adquirió todo el aumento progresivo de intensidad! imaginable; cuando «Guerrita» cogió los trastos de matar, seguían gritando los espectadores enfurecidos, como si un vaho calenturiento prestara calor a sus diatribas contra el cordobés, y, como siempre ocurre en tales casos, se disolvió el sentimiento de responsabilidad individual para convertirse la multitud en una masa difusa que ya no gritaba más que por el morboso afán de meter ruido. ¿Qué tenía que hacer «Guerrita»? Arrimarse, estrecharse con el toro, realizar una brega de dominio con aquel bravísimo ejemplar. Y no sólo hizo esto, sino que, enardecido por una parte, e inspirado por otra, aquella labor magistral abrió paso a las filigranas y Rafael echó el resto, como vulgarmente se dice. ¡Qué ovación tan grande hubiese escuchado en otras circunstancias! Pero en aquéllas, lejos de ser aplaudido y de reducir a los protestantes, siguieron éstos metiéndose con él. Para someterles no le quedaba más que un recurso: entrar a matar con todo el coraje, con todo el valor, con todo el brío y toda la vergüenza torera de que pudiera disponer. Y así lo hizo. Atacó en corto y por derecho, ejecutó el volapié admirablemente al dejar una estocada magnífica, pero no sin que el pitón derecho de la res rasgara su mano izquierda. Aplicó Rafael a la herida su pañuelo y marchó a la enfermería, y entonces fue cuando las reconvenciones de los espectadores sensatos acallaron los gritos de los alborotadores. Sí, sí, una ráfaga de sentimentalismo colectivo conmovió entonces a todos y les arrastró a girar en una súbita conversión, como veleta azotada por los vientos, y las increpaciones se trocaron en un aplauso que «Guerrita», ausente del ruedo, no pudo recoger. Aquella herida de Rafael trajo cola. Fue el percance que más tiempo le impidió torear, pues no pudo vestir el traje de luces hasta un mes después del suceso.
Precisamente por esto adquirió mayor repercusión aquella bronca de Jerez, porque los empresarios no pudieron contar con «Guerrita» durante el mes de mayo, y hasta hubo ser aplazada por tal motivo en Madrid la corrida de Beneficencia organizada por la Diputación Provincial. Contratado dicho diestro para torear en Figueras el día 3 de mayo —cuatro días después que en Jerez—, se vio en la imposibilidad de cumplir tal compromiso, y así se lo comunicó al empresario, señor Gelart; pero creyendo te que se trataba de un subterfugio, dirigió «Guerrita» un telegrama concebido en este términos: «La herida de la mano izquierda no le priva de cumplir su contrata. Pediré indemnización de daños y perjuicios, si los hay. No puedo arruinarme por capricho de usted Gelart.» Era «Guerrita» en aquellos años el matador de toros en quien los empresarios cifraban sus ilusiones; cuando el de Figueras vio que no podía contar con él, y que dejarían de entrar! por Port-Bou los miles de franceses que esperaba, se le cayeron los palos del sombrajo, y por eso, al ver desplomado el castillo de naipes que había levantado su ilusión, hizo cursar aquel telegrama que tufo tan amenazador despedía.
Pero «Guerrita» había dicho la verdad. Antonio Fuentes, que fue a sustituirle a Figueras, llevó a la ciudad del Ampurdán el parte facultativo del estado del herido, legalizado por tres notarios de Córdoba, y el suspicaz empresario quedó totalmente convencido de su error al ver que Rafael no volvía a vestir el traje de luces hasta el día 30 de mayo, en Aranjuez. Broncas en las plazas y mil aristas que paliar fuera de ellas. A esto se veía condenado «Guerrita» en aquellos años. Ni en su casa de Córdoba le dejaban tranquilo. ¡Y cuántas de tales broncas fueron injustas. El sedimento depositado por una prensa hostil en la mentalidad de una muchedumbre gregaria de aficionados precipitó la retirada de aquel célebre diestro, pues en el año 1899 e último de su vida profesional— abundaron las broncas como aquella de Jerez.
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