Mariano Antón nació en el Real Sitio de San Ildefonso, el día 5 de Octubre de 1828. Sus padres, don Ignacio y doña Juana Núñez, le dedicaron a la industria de la fabricación de vidrio y cristalería, que por aquel entonces constituían una de las mayores riquezas de la Granja, y en ella trabajó hasta los dieciocho años. De esa edad vino a Madrid a orillar ciertos asuntos relacionados con el sorteo de quintos, y una vez declarado libre quiso fijar su residencia en la corte, para lograr lo cual parece ser que emprendió el oficio de zapatero.
Poco entusiasmado por el arte que más que por vocación por el convencimiento había emprendido, no tardó un incidente en marcarle el derrotero porque estaba llamado a marchar. Había por aquel entonces en el vecino pueblo de Carabanchel una modesta plaza en la que los aficionados de la corte solían correr becerros, a las veces tan adelantados como los que por toros se nos hacen ahora pasar en corridas muy formales, y a una de estas corridas llevo la casualidad al entonces joven Mariano Antón. Estimulado por algunos compañeros y llevado más que nada de una afición de que ya anteriormente había dado muestras logró de los matadores de aquel día “Tragabalas” y Oliva, permiso para echar un capote, y con tan buena maña lo hizo, que el mismo José Redondo y otros toreros que presenciaban la corrida no sólo le colmaron de aplausos, sino que le alentaron con sus consejos a abrazar de lleno el arte del toreo.
No echó el mozo en saco roto tan autorizadas advertencias, y tras algunos nuevos ensayos, logró en 1855 ingresar en la cuadrilla de Antonio Sánchez “Tato “que ya le habla visto torear en algunas novilladas. En ella llenó a conciencia su misión, no desmereciendo en nada su trabajo del de banderilleros de la talla de los que había entonces y hasta en adquirir más alta categoría debió pensar, cuando allá por los años de 1860, 1861, 1863, 1864, 1865 y 1868 empezó no solo a actuar como matador en las corridas de novillos, sino que figuró en temporadas enteras como sobresaliente de espada en Ias de toros, alternando en esta tarea con Pablo Herraiz Esto, no obstante, que no persistió en sus primeros propósitos lo demuestra el que no pensó por un momento en dejar la cuadrilla del “Tato”, en la que siguió hasta la misma tarde del 7 de Junio de 1869, en el que por última vez se vistió de torero el desgraciado y simpático jefe de su cuadrilla.
De allí a poco ingresó en la de Rafael Molina (Lagartijo) en la que su mucha experiencia y razonados conocimientos no tardaron en darle puesto preferente. El capital reunido a fuerza de trabajo y de una intachable conducta sufrió mermas considerables por su empeño, realizado al fin, de dar carrera literaria a sus hijos, y esto le impidió retirarse antes de una profesión para la que ya no contaba con la agilidad necesaria. Sin embargo, una afección nerviosa que le contraía con frecuencia los músculos de las piernas, le obligó a adoptar al cabo aquella resolución, y aunque amargado por dolorosas pérdida de familia, pudo pasar loa últimos de su vida con la modesta comodidad a que siempre aspiró. Mariano Antón fue en su larga carrera uno de los banderilleros que si no ha sobresalieron por la brillantez y adorno de su trabajo, llego a figurar en primera línea por en actividad, su inteligencia y su oportunidad.
Peón de brega, mejor que banderillero, fue siempre uno de los toreros que más a conciencia corrieron lar reses por derecho y abusaron menos de ese afán inmoderado de recortar y quebrar facultades por malas artes a las reses, que de algunos años a esta parte hace intolerable la lidia. Aunque en carácter reservado y una modestia nunca desmentida le vedaron entrometimientos y rasgos de vanidad, sus consejos fueron oídos siempre con respeto hasta por los mismos jefes de su cuadrilla, que tenían la seguridad de que ni su capote estorbaría nunca, ni se propasaría a hacer suerte alguna que no contribuyera a realzar las faenas de cuantos con él pisaban el ruedo. Como hombre, su sencillez, la finura de sus modales y sus virtudes domésticas le granjearon siempre muchos y verdaderos amigos, y sin pensar nunca en otra cosa que en crear un capital para sus hijos, todos sus vicios se limitaron a pasar algunas horas de la noche en aquella mesa del café Suizo.
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