En la tarde del 17 de Octubre de 1889,
se presentaron en la plaza de Madrid
tres distinguidos toreros mexicanos,
que desde luego llamaron la atención
del público por su valor extremado y
su habilidad en el jineteo. Llamábanse
Ponciano Diaz, Agustín Oropesa y Celso González. El primero era matador
de toros y picadores los otros dos.
Ponciano, hombre de regular estatura, fuerte complexión, recio bigote negro y color cobrizo, demostraba á primera vista estar educado en la lucha y
para la lucha, siendo el consumado
jinete acostumbrado á lazar en las dilatadas llanuras de América, y á considerar el riesgo como el aliciente principal de la existencia. Nacido en Ateneo (México) en el año 1858, sintió desde
luego vocación irresistible por el toreo,
columbrando allá en su porvenir el
proposito de hacer mayores cosas que
las que hasta entonces había visto en
el deficiente toreo mexicano.
Trabajó
a las órdenes de Bernardo Gaviño, en
calidad de banderillero, y hasta el año
de 1879, en que apareció en la plaza de
Puebla, no se mostró como matador de
toros.
No le asistió del todo la fortuna en
los comienzos de su profesión, efecto
de sobresalir entre todos, despertando,
como es consiguiente, las rivalidades
de los demás, pero al fin triunfó de todo
su perseverancia y habilidad. Cuando
se presentó en la Plaza de Madrid, el
publico tuvo ocasión de ver su manera
de lidiar viva y animosa; nunca quieto, siempre en busca del toro, apretando las banderillas con sus nerviosas
manos y rigiendo á capricho el amaestrado y dócil potro que montaba, produjo en su favor delirantes ovaciones,
cada vez que entrando á la media vuelta dejaba los palitroques y sacaba el
caballo ileso.con la muleta era entonces muy deficiente, pero citaba con valentía y heria en lo alto.
Los picadores Oropesa y González demostraron ser, lo mismo que el matador, consumados caballistas, y se presentaron llevando, en vez de hierros, botín de cuero desde la rodilla abajo. Tenían sobre los españoles la ventaja de encontrar toro en todas partes, merced a sus ágiles potros; pero en cambio y por el afán de librarlos, como se comprenderá, picaban a brazo suelto sin recargar nunca, y más atentos a regir al caballo para sacarlo del embroque, que á poner el palo en buen sitio.Estos tres diestros, dejaron entre los españoles agradable recuerdo, llevándose a su país pruebas del afecto con que los distinguió la afición madrileña.
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