domingo, 20 de julio de 2025

MARCIAL VILLASANTE

 

 


Marcial Villasante Riaño fue, sin duda, una de esas figuras imprescindibles que, desde la trastienda de la Tauromaquia, mantuvieron encendida la llama del toreo con pasión, constancia y humildad. Sin los grandes focos de la gloria, pero con la nobleza del que no busca más recompensa que el deber cumplido, consagró su vida entera a la Fiesta desde todos los flancos posibles: novillero, empresario, apoderado, ganadero y, sobre todo, incansable defensor del toreo de base.

 

Nacido en 1936 en Villalpando (Zamora), un pueblo que respira campo y tradición, Marcial comenzó su andadura taurina desde niño, en un entorno donde las capeas formaban parte esencial del calendario popular. Durante las fiestas de San Roque, oficiando como pregonero municipal, quedó fascinado por la cuadrilla de viejos toreros desheredados de la gloria que recalaban en el pueblo para tentar a la suerte y pasar el guante al terminar. Nombres como El Velas, Perules, El Poto, El Maño, Arturo, El Muertes, o Conrado —el zamorano que acabaría convertido en leyenda de las capeas— fueron los primeros espejos en los que Marcial empezó a mirarse.

 

Aquel universo romántico y heroico encendió una pasión que jamás se apagaría. Empezó toreando de salón con su hermano y su inseparable amigo Andrés Vázquez, “El Nono”, en los corrales del pueblo. Más adelante, se trasladó a Madrid, donde se formó en la Escuela Taurina de Vista Alegre bajo la tutela de maestros como Saleri II y Marquina. Fue allí donde comenzó a gestarse su etapa como novillero.

 

Su primera experiencia seria llegó con catorce años, cuando se puso delante de una vaca y recibió una cornada grave en una finca de Casimiro Sánchez, en Benavente. Pese al susto, no se amilanó. Mató su primer novillo en Castroverde del Campo y acumuló más de doscientas becerradas a lo largo de su trayectoria. Aunque debutó con picadores —incluso toreó en Almendralejo—, nunca llegó a tomar la alternativa. Con honestidad y humildad, reconocía que el camino hacia el estrellato era muy difícil y que debía ser consciente de sus propias limitaciones.

 

Obtuvo el carné de profesional y toreó en numerosos pueblos de Castilla y otras regiones, sabiendo que su lugar en la historia taurina no estaba en la cima del escalafón, sino en otros terrenos no menos importantes.

 

La faceta en la que Marcial Villasante dejó su huella más profunda fue la de empresario. Su debut en este terreno fue tan simbólico como accidentado: organizó un festival en Candelario durante las fiestas de Santiago y se anunció para matar un novillo. Durante la lidia, al ver a varios jóvenes colarse trepando por los árboles, gritó “¡Se está colando gente!”, se distrajo y el novillo lo volteó, fracturándole la clavícula. No terminó la faena, pero sí quedó grabada la escena como símbolo de su entrega, su vocación de servicio y su sentido de la responsabilidad.

 

A partir de entonces, comenzó una prolífica carrera como organizador de festejos en toda la geografía española, especialmente en Zamora, Salamanca, Segovia, Valladolid, Cáceres, Trujillo, Olivenza, Balmaseda, Sepúlveda y la Sierra de Madrid. También promovió espectáculos en La Alcarria, Extremadura y llegó incluso a organizar una ambiciosa temporada en El Puerto de la Cruz, en Tenerife. Esta aventura acabó en fracaso económico, pero no mermó su entusiasmo, como tampoco lo hicieron otros reveses, como la caída de plazas portátiles en Pinilla de Toro o El Pinedo, que asumió con entereza.

La ciudad de Salamanca fue mucho más que una residencia para Marcial Villasante: se convirtió en su auténtico cuartel general. Desde allí, con una visión estratégica y una vocación inquebrantable, diseñó muchas de sus gestas más audaces como empresario taurino. Fue desde la capital charra desde donde ideó y puso en marcha iniciativas que hoy resultan memorables, como llevar corridas de toros a Tenerife, organizar una corrida goyesca en plena Sierra de Béjar o incorporar con naturalidad al cartel a mujeres toreras, grupos cómicos taurinos, forcados portugueses y jóvenes promesas. Para Marcial todos tenían cabida, todos merecían un sitio. Su obsesión era mantener viva la afición, alimentarla en todos los rincones posibles, especialmente en aquellos municipios que apenas tenían acceso a espectáculos taurinos de calidad.

 

Esa capacidad de gestión, pero también de sensibilidad hacia el aficionado de a pie, es la que recogio su hija, la periodista Patricia Villasante, en un libro titulado “Marcial Villasante, una vida dedicada al toro”. En sus páginas, la autora repasa las vivencias de su padre, primero como soñador del toreo que luchó por formar parte del escalafón de matadores, y después como un empresario innovador, siempre al servicio de la Fiesta.

Contrató a las máximas figuras del momento, como El Viti, Julio Robles, El Niño de la Capea o Manzanares, pero también supo abrir carteles a los que apenas comenzaban, conscientes de que en ellos estaba el porvenir. Fue, como lo define su hija, “un hombre orquesta, emprendedor, luchador, adelantado a su tiempo”. Un personaje singular que encontró en Salamanca su tierra adoptiva desde principios de los años 60 y que allí vivió, trabajó y soñó hasta el final de sus días. Este libro, según su autora, “no es una biografía convencional, sino un retrato íntimo y peculiar de alguien que vivió y sintió el toro con intensidad y entrega absolutas”.

 

Durante años tuvo tres plazas portátiles con las que recorrió España. En ellas pasaron figuras como El Viti, Manzanares, Paco Camino, Dámaso González, Julio Robles y El Niño de la Capea. Con algunos, como Robles y Capea, tuvo una relación especial, habiéndolos apoyado en sus primeros pasos cuando aún toreaban de tapia por las fincas salmantinas.

 

 

 

Otra de sus grandes aportaciones al toreo fue su labor como apoderado. Llevó con acierto la carrera de Julio Norte, a quien condujo hasta la alternativa, y representó a Pepe Luis Gallego y a Domingo Siro “El Mingo”. Además, orientó a numerosos toreros jóvenes, incluyendo mujeres toreras en una época en la que eso aún era poco frecuente. Su olfato taurino era proverbial: sabía detectar a quien tenía madera de figura y no dudaba en ofrecerle su apoyo, aunque supusiera un sacrificio económico.

 

A diferencia de muchos empresarios, no buscaba el beneficio rápido, sino la continuidad de la Fiesta. Su hija, la periodista Patricia Villasante, contaba que “prefería ganar menos si con ello ayudaba a un amigo o daba oportunidad a alguien con talento”.

 

En su variada trayectoria también hubo espacio para la ganadería. Adquirió una punta de ganado a Matías Bernardos “El Raboso”, cuya finca estaba en Fuentelapeña (Zamora). Más tarde vendió la vacada, que actualmente sigue lidiándose bajo el nombre de “Santa María de los Caballeros”.

Hombre atento, servicial, honesto y sencillo, fue conocido por su cercanía y su carácter afable. En sus últimos años, aunque retirado de la gestión directa, no se alejó nunca del mundo del toro. Seguía acudiendo a festejos, coloquios, tertulias y actos taurinos, acompañado siempre de su esposa Nati o su hija Patricia, con quien mantenía una relación especialmente entrañable. Su saludo habitual —“¿Cómo estás, jefe?”— se convirtió en seña de identidad entre los muchos amigos y aficionados que lo recordarán por siempre.



Falleció el 7 de agosto de 2018 en Salamanca, a los 82 años. Su funeral se celebró en la Parroquia de María Mediadora y sus restos fueron trasladados a Villalpando, su querido pueblo natal, donde descansan bajo el cielo limpio y la tierra firme que lo vieron nacer y soñar.

 

Marcial Villasante representa la figura del romántico taurino, del luchador incansable que, lejos de los focos y sin grandes padrinazgos, sostuvo la Fiesta desde la base. Su vida fue un ejemplo de entrega, de amor por el toro y de compromiso con las raíces del toreo. Fue, como bien lo definió Paco Cañamero, “un personaje menudo e inquieto, de ojos vivarachos, que fue un luchador en todos los caminos del toro y deja el buen recuerdo de quien supo ganarse el respeto general”.

 

Y quizás por todo eso, el día de su muerte, como escribió Cañamero, “en el cielo abrieron de par en par la puerta grande y hasta San Pedro se despojó de su capotillo para arrojárselo a los pies de Marcial y darle la bienvenida más torera”.

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