El tren avanzaba con esfuerzo por la vasta soledad del norte. El hierro de las ruedas golpeaba los rieles como un aviso constante de presencia humana en territorio ajeno. En la década de 1840, viajar por aquellas tierras no era una comodidad moderna, sino un desafío abierto. A bordo iban comerciantes, arrieros, viajeros… y una cuadrilla taurina encabezada por el torero español Bernardo Gaviño y Rueda, acompañado por uno de sus hombres de mayor confianza, el banderillero Fernando Hernández.
Ambos conocían el riesgo.
Gaviño, figura ya asentada en la tauromaquia mexicana, sabía que los caminos —y ahora los rieles— del norte no distinguían fama ni oficio. Hernández, curtido en plazas y viajes, entendía que aquel tren no era solo transporte: era un blanco visible en tierras donde los comanches seguían imponiendo su ley.
El convoy ferroviario partió de Durango rumbo a Chihuahua. Más de sesenta hombres viajaban en vagones de madera y hierro, atravesando una región donde la autoridad del Estado era frágil y la vida dependía del instinto. El tren ofrecía rapidez, pero también encierro. Cuando se detenía, no había escapatoria.
El ataque fue fulminante.
En un tramo aislado —recordado en la tradición como Palo Chico— el tren redujo la marcha.
De pronto, los disparos. Los cristales estallaron. Desde ambos lados de la vía surgieron jinetes comanches, apareciendo entre el polvo con una coordinación implacable. El tren quedó prácticamente inmovilizado, convertido en una trampa sobre rieles.
Lo que siguió no fue un asalto breve, sino una batalla prolongada.
Durante horas —ocho, según la tradición— el combate se sostuvo alrededor y dentro del tren. Los comanches atacaban en oleadas, disparando desde la llanura y acercándose a los vagones. Dentro, los hombres se defendían como podían. Bernardo Gaviño, lejos del ruedo, empuñó un arma con la misma firmeza con la que había empuñado la espada ante el toro. No dio órdenes de torero, sino de superviviente.
A su lado, Fernando Hernández resistía con igual determinación. Banderillero en la plaza, combatiente por necesidad en aquel instante. Cargaba, disparaba, auxiliaba a los heridos y volvía a defender su posición. No había jerarquías ni cuadrillas: solo hombres luchando por seguir con vida.
El tren se llenó de humo, pólvora y gritos. Vagones perforados por balas, cuerpos cayendo sobre la madera manchada de sangre. La noche avanzó y con ella el agotamiento. Uno a uno, los defensores fueron cayendo. Los comanches, dueños del terreno, no cedían.
Cuando el ataque cesó y el silencio regresó al lugar, el resultado fue devastador.
De los más de sesenta hombres que viajaban en el tren, solo tres sobrevivieron:
Bernardo Gaviño, herido, pero erguido.
Fernando Hernández, exhausto, con el rostro y el alma marcados para siempre.
Vicente Cruz, picador de la cuadrilla.
Nada más.
No hubo informes oficiales ni reconocimiento alguno. El ataque a un tren civil en tierras de frontera quedó fuera de los registros militares.
Pero la historia sobrevivió. Pasó de boca en boca, fue recogida por cronistas taurinos y se transformó en relato, verso y leyenda. Y en todas las versiones aparecen juntos Gaviño y Hernández, no como matador y subalterno, sino como hombres que compartieron el mismo límite.
Después, ambos volvieron a los toros. A las plazas, al aplauso, al riesgo conocido.
Pero aquel episodio quedó grabado como una herida invisible. Para Gaviño, fue una prueba fuera del ruedo; para Hernández, una experiencia que lo definió para siempre.
La emboscada comanche no fue solo una anécdota extrema.
Fue un retrato del México de frontera, donde incluso los toreros viajaban armados y donde la vida podía perderse no ante un toro, sino dentro de un tren detenido a tiros en medio de la nada.
Bernardo Gaviño y Fernando Hernández no fueron héroes de estatua. Fueron hombres de su tiempo, unidos por la profesión, el peligro y una supervivencia que los convirtió, sin buscarlo, en parte de la historia.



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