Durante décadas, el lugar donde
reposaban los restos de Salvador Sánchez Povedano, más conocido por su nombre
taurino Frascuelo, permaneció envuelto en un discreto anonimato. Aunque su
tumba se encontraba en la Sacramental de San Isidro de Madrid, pocos lograban
identificarla: la losa de piedra solo mostraba su nombre civil, sin alusión
alguna a su gloria en los ruedos.
El misterio no era menor,
considerando que Frascuelo fue una figura cumbre del toreo del siglo XIX, rival
directo de Lagartijo y uno de los máximos exponentes de una época en que la
tauromaquia aún se escribía con letras de forja. Su estilo, seco, poderoso y de
marcada personalidad, dejó una impronta imborrable en la historia del toreo, aunque
su final fue tan silencioso como su vida posterior a los ruedos.
Su última tarde como matador tuvo
lugar el 26 de mayo de 1887 en la Plaza de Toros de Madrid. Aquel día,
Frascuelo fue alcanzado por un toro de Aleas llamado "Bordador". La
cornada no fue letal, pero sí definitiva. Herido física y moralmente, y
consciente del inexorable paso del tiempo, decidió no volver a vestir el traje
de luces. A sus ojos, aquel percance simbolizaba el cierre natural de una
trayectoria brillante.
Tras su retiro, optó por el
silencio. Se alejó de la ciudad y de la fama que durante tantos años había
sostenido, refugiándose en una finca cerca de Torrelodones. Allí vivió sus
últimos años en contacto con la tierra, rodeado de bueyes y labores agrícolas.
Se decía que pasaba las tardes apoyado en un arado, contemplando el campo con
la serenidad de quien había lidiado todos los toros de la vida. Su muerte, en
mayo de 1898, no fue recogida con grandes titulares. El torero que una vez
había llenado plazas enteras se fue sin estruendo, como se van los hombres
verdaderamente grandes.
Fue enterrado bajo su nombre
completo, sin más señales que identificaran al diestro inmortal. No hubo
mausoleos adornados, ni placas que recordaran su arte. Por muchos años, su
tumba fue solo una más entre miles, hasta que el esfuerzo de estudiosos y aficionados
permitió redescubrir su sepultura. Gracias a esa labor, su figura volvió a
emerger del olvido.
La imagen que mejor lo resumía
apareció en una antigua fotografía: Frascuelo, mayor, alejado del bullicio de
las plazas, tirando de una carreta de bueyes en su finca. Aquel retrato no
mostraba ya al torero, sino al hombre reconciliado con la tierra y con su
historia. Una imagen sin alardes, pero profundamente elocuente.
La historia de Frascuelo fue,
durante muchos años, la de un mito sin tumba. Hoy se sabe que estuvo ahí todo
el tiempo, solo que escondido tras el nombre que pocos recordaban. Quizá eso
mismo definió su vida: grandeza sin estridencias, arte sin artificio, leyenda
sin pretensión de eternidad.