domingo, 6 de julio de 2025

FRASCUELO, LA LEYENDA OLVIDADA BAJO SU PROPIO NOMBRE

 


Durante décadas, el lugar donde reposaban los restos de Salvador Sánchez Povedano, más conocido por su nombre taurino Frascuelo, permaneció envuelto en un discreto anonimato. Aunque su tumba se encontraba en la Sacramental de San Isidro de Madrid, pocos lograban identificarla: la losa de piedra solo mostraba su nombre civil, sin alusión alguna a su gloria en los ruedos.

 

El misterio no era menor, considerando que Frascuelo fue una figura cumbre del toreo del siglo XIX, rival directo de Lagartijo y uno de los máximos exponentes de una época en que la tauromaquia aún se escribía con letras de forja. Su estilo, seco, poderoso y de marcada personalidad, dejó una impronta imborrable en la historia del toreo, aunque su final fue tan silencioso como su vida posterior a los ruedos.

 

Su última tarde como matador tuvo lugar el 26 de mayo de 1887 en la Plaza de Toros de Madrid. Aquel día, Frascuelo fue alcanzado por un toro de Aleas llamado "Bordador". La cornada no fue letal, pero sí definitiva. Herido física y moralmente, y consciente del inexorable paso del tiempo, decidió no volver a vestir el traje de luces. A sus ojos, aquel percance simbolizaba el cierre natural de una trayectoria brillante.

 

Tras su retiro, optó por el silencio. Se alejó de la ciudad y de la fama que durante tantos años había sostenido, refugiándose en una finca cerca de Torrelodones. Allí vivió sus últimos años en contacto con la tierra, rodeado de bueyes y labores agrícolas. Se decía que pasaba las tardes apoyado en un arado, contemplando el campo con la serenidad de quien había lidiado todos los toros de la vida. Su muerte, en mayo de 1898, no fue recogida con grandes titulares. El torero que una vez había llenado plazas enteras se fue sin estruendo, como se van los hombres verdaderamente grandes.

 

Fue enterrado bajo su nombre completo, sin más señales que identificaran al diestro inmortal. No hubo mausoleos adornados, ni placas que recordaran su arte. Por muchos años, su tumba fue solo una más entre miles, hasta que el esfuerzo de estudiosos y aficionados permitió redescubrir su sepultura. Gracias a esa labor, su figura volvió a emerger del olvido.

 

La imagen que mejor lo resumía apareció en una antigua fotografía: Frascuelo, mayor, alejado del bullicio de las plazas, tirando de una carreta de bueyes en su finca. Aquel retrato no mostraba ya al torero, sino al hombre reconciliado con la tierra y con su historia. Una imagen sin alardes, pero profundamente elocuente.

 


La historia de Frascuelo fue, durante muchos años, la de un mito sin tumba. Hoy se sabe que estuvo ahí todo el tiempo, solo que escondido tras el nombre que pocos recordaban. Quizá eso mismo definió su vida: grandeza sin estridencias, arte sin artificio, leyenda sin pretensión de eternidad.

LO INSOLITO Y LO CURIOSO

 



A lo largo del tiempo, la historia de la tauromaquia ha estado sembrada de episodios tan curiosos como insólitos, muchos de ellos olvidados entre páginas amarillentas y recuerdos de viejos aficionados. Uno de esos momentos pintorescos ocurrió el 6 de septiembre de 1957, cuando el torero gaditano José María Ponce y Almiñana actuó en la plaza de Palencia. Aquella tarde, el quinto toro, de la ganadería de Peñalver, sembró el desconcierto: derribó al espada, a su banderillero Fernando Gutiérrez y hasta al sobresaliente, provocando una escena de auténtico caos. El público, presa del nerviosismo, rompió en gritos y confusión. Entre tanto alboroto, un aficionado se alzó entre la multitud y, como si tratara de sosegar una tempestad, imploró a voz en cuello: “¡Calma, señores, calma!”. Aunque el gesto fue aplaudido, la tarde siguió marcada por el sobresalto. El matador fue conducido a la enfermería, afortunadamente sin consecuencias fatales. 

Décadas antes, en pleno siglo XIX, el legendario Curro Cúchares se había ganado la simpatía del público no solo por su arte sino por sus salidas ocurrentes. En una corrida celebrada el 1 de mayo de 1857 en Madrid, con toros de Justo Hernández (de la ganadería de Torre y Rueda), compartió cartel con toreros como Francisco Arjona “Cúchares”, Cayetano Sanz y José Carmona. Tal fue la gracia y desenvoltura de Curro que, al finalizar una de sus faenas, los espectadores, encantados, arrojaron a la arena una buena colección de sombreros de copa, símbolo de admiración en aquella época. 

Era un tiempo donde el entusiasmo popular se medía también por gestos teatrales. En Logroño, los aficionados recordaban con especial cariño a un toro llamado “El Espléndido”, de la ganadería de Cortés. El animal, de extraordinaria presencia y bravura, dejó tan honda huella que, una vez arrastrado, se le rindió homenaje adornando su cadáver con flores, algo excepcional incluso entonces. Los toros, cuando desataban la emoción pura, eran honrados como verdaderos héroes. 

También se dieron casos de regalos extravagantes. 

A un rejoneador —cuya identidad se pierde entre los recortes— le obsequiaron nada menos que un estuche de afeitar de oro, mientras otro torero recibió como presente un cofre lleno de monedas. El amor y la devoción de los admiradores podían adoptar formas inesperadas: hubo quien escribió una apasionada carta sobre un capote de paseo, otra rareza de las muchas que la historia taurina ha visto pasar. 

En Úbeda, durante una corrida en septiembre de 1878, se vivió una situación de gran escándalo. Un toro se saltó al callejón, sembrando el pánico. La multitud enloqueció, al punto que algunos aficionados terminaron arrestados tras causar destrozos en las gradas y provocar avalanchas. La corrida quedó en segundo plano: lo que se recordaba era la estampida humana y la intervención de la Guardia Civil. Las crónicas de entonces hablaban de un público desbordado, herido en su orgullo y muy poco dispuesto a escuchar explicaciones.

En Linares, también en el siglo XIX, un toro bautizado como “Pajarito”, de la ganadería de Díaz, hizo historia por su ferocidad. Tiró a dos picadores, derribó varios caballos, y obligó a los monosabios y varilargueros a retirarse con verdadero pavor. Uno de ellos huyó por la tronera más cercana sin siquiera recoger su vara, mientras otro se refugió detrás de un burladero. Ante semejante estampida de picadores, fue el mozo de espadas del torero Francisco Castellanos quien acabó saltando al ruedo para intentar contener al animal, que parecía imparable. Un cronista lo resumió con una frase memorable: “Ese toro era un demonio con cuernos”. 

En Córdoba, el 8 de febrero de 1903, se lidió otro toro de triste fama, “Bordador”, de Gil Flores. En esa ocasión, el banderillero Juan Mota fue víctima del temperamento del animal, que lo embistió con tal fuerza que lo mandó directamente a la enfermería con heridas serias. Aun así, según las crónicas, el torero insistió en no abandonar la plaza. Años más tarde, se sabría que el mismo toro había provocado escenas parecidas en otras plazas.  

En Madrid, el 26 de julio de 1862, se lidiaba otro “Bordador”, de Aleas, que hizo historia por la violencia con que se defendía. Ese toro sacó de sus casillas al público: derribó a varios subalternos, se lanzó contra los burladeros con furia y se convirtió en el verdadero protagonista de la tarde. Su comportamiento fue tan inusual que los aficionados aún lo recordaban décadas después. También se cuentan tardes aciagas para grandes figuras. 

En una corrida en Málaga, Rafael Molina “Lagartijo”, uno de los colosos de su tiempo, vivió una tarde para el olvido. Su faena, floja y sin inspiración, coincidió con un aguacero que terminó por vaciar las gradas. La crítica fue inmisericorde, sentenciando que aquella actuación había sido tan gris como el cielo que la acompañó. 

 Así era la tauromaquia de otros tiempos: imprevisible, caótica, a menudo peligrosa y siempre apasionante. Historias que hoy suenan inverosímiles, pero que formaron parte del día a día en las plazas. Aventuras y desventuras que los viejos cronistas recogieron con asombro y que, con el paso del tiempo, se transformaron en leyenda. El toreo, con su carga de gloria y de tragedia, de humor y de drama, ha estado siempre abierto a lo inesperado. Y eso, quizás, sea lo que lo hace eterno.