jueves, 31 de julio de 2025

ÁLVARO MARTÍNEZ CONRADI

 




 

Pocos casos como el de Álvaro Martínez Conradi representan con tanto equilibrio el tránsito de la arena al campo, del arte del rejoneo a la ciencia ganadera. Nacido en el seno de una familia andaluza profundamente vinculada a la tradición ecuestre, Álvaro tuvo una primera vida taurina como rejoneador, forjando su carrera a caballo en plazas del sur de España, especialmente en Andalucía, donde se recuerdan sus actuaciones en ruedos menores durante la década de los años sesenta. Su momento de mayor actividad lo vivió en 1968, temporada en la que llegó a actuar en doce festejos, lo que da muestra del interés que despertaba su figura en la escena del rejoneo de entonces.

 

Sin embargo, su verdadera consagración llegó tras su paso por los ruedos, al frente de una de las divisas más singulares y reconocidas del campo bravo actual: La Quinta. En 1988, Álvaro Martínez Conradi asumió la dirección de esta ganadería, asentada en Palos de la Frontera (Huelva) y formada íntegramente con reses de procedencia Santacoloma–Buendía, en un momento en que este encaste era más símbolo de minoría que de vigencia. Lejos de buscar la comodidad del toro moderno, optó por rescatar la esencia del toro torero, de bella lámina, hondo, de mirada seria y comportamiento encastado. Su filosofía como criador ha sido clara: preservar lo mejor de la tradición sin renunciar a la evolución.

 

Con el tiempo, La Quinta ha pasado de ser una ganadería para aficionados exigentes a consolidarse como una divisa imprescindible en plazas como Sevilla, Madrid, Dax, Istres o Mont-de-Marsan. Su debut en Las Ventas se produjo en 2002, y desde entonces no han faltado tardes memorables. Ejemplo de ello fue el indulto de “Golosino” en Istres en 2013, y el éxito rotundo en Albacete o La Maestranza años después. En 2022, La Quinta fue reconocida con la Oreja de Oro a la ganadería del año, galardón que ratifica su paso firme en el mapa ganadero.

 

Apasionado del campo, metódico y sobrio, Álvaro Martínez Conradi representa la figura del ganadero artesano, ese que baja al cercado a observar, que conoce a sus vacas por reatas y a sus sementales por comportamiento. Aunque nunca buscó protagonismo mediático, su nombre se ha convertido en sinónimo de calidad, integridad y respeto a una forma de entender la bravura.

 

Del rejoneador que un día soñó con la gloria a caballo, al criador que hoy deja herencia viva en cada embestida de sus toros, Álvaro Martínez Conradi ha recorrido el camino con verdad. Y en esa verdad radica, precisamente, su prestigio.

sábado, 26 de julio de 2025

DOLORES SÁNCHEZ “LA FRAGOSA”

 



Dolores Sánchez “La Fragosa” fue una figura emblemática del toreo femenino en la España del siglo XIX, pionera audaz que desafió las normas sociales y estéticas de su tiempo para forjarse un nombre en uno de los espacios más cerrados para las mujeres: el ruedo. Nació en el barrio de Triana, en Sevilla, el 25 de septiembre de 1866 —aunque algunas fuentes apuntan a 1864—, en la calle Larga nº 24. Hija de Juan y Francisca, comerciantes ambulantes, su infancia transcurrió entre su ciudad natal y La Línea de la Concepción (Cádiz), adonde la familia se trasladó cuando ella tenía apenas doce años.

 

Fue en La Línea donde Dolores comenzó a relacionarse con el mundo del caballo, ayudando en las caballerizas familiares que eran utilizadas para el transporte de mercancías. Este vínculo temprano con la equitación no solo forjó su destreza física, sino también su carácter decidido, que más adelante afloraría en los ruedos. Su afición por el toreo nació entre capeas populares en los alrededores de Sevilla, donde se inició como torilera y sobresalió por su habilidad. Años después, cantaba en cafés cantantes, pero su atracción por la tauromaquia la empujó a convertirse en novillera, guiada por una vocación que desbordaba los espacios tradicionalmente reservados a las mujeres.

 

Debutó como torera en 1885 en Constantina (Sevilla), enfrentándose a un becerro, y comenzó a ganar notoriedad al actuar en localidades como El Arahal, Alcalá de Guadaíra, Jaén y Linares. Su actuación del 13 de junio de 1886 en esta última plaza fue especialmente celebrada. Ese mismo año, el 22 de julio, alcanzó su consagración en una corrida histórica en Sevilla: encabezó un cartel compuesto únicamente por mujeres, y tras ser herida por el primer becerro, continuó la lidia enfrentándose a otros cinco, con bravura y dominio técnico, hasta ser sacada en hombros entre el entusiasmo general. Esta faena fue objeto de abundantes crónicas, poemas y coplas que circularon en la prensa taurina de la época, consolidando su fama.

 

La Fragosa fue la primera mujer torera que se atrevió a sustituir la falda tradicional por la taleguilla, vistiendo el traje de luces masculino en un acto profundamente transgresor. También rompió con la convención de formar parte de cuadrillas exclusivamente femeninas, al integrar una cuadrilla de hombres, lo que causó escándalo en los sectores más conservadores de la afición y la crítica taurina. Su figura, sin embargo, logró traspasar el estigma de su género. En 1886, fue retratada en la portada del semanario taurino La Nueva Lidia, un gesto que evidenció tanto su popularidad como la controversia que generaba. La prensa conservadora la atacó sin clemencia. Ángel Caamaño, el célebre crítico taurino apodado “El Barquero”, le dedicó un poema condescendiente y misógino:

 

    “En vez de dedicarse a planchadora

    o hacerse lavandera

    se dedicó al toreo esta señora

    y, al fin, se hizo torera.

    Cada cual tiene un gusto diferente

    y así vamos tirando:

    pero yo lo que opino es, francamente,

    que estaría mejor Lola fregando”.

 

Estas críticas no mermaron su determinación. A lo largo de cinco o seis años de carrera, toreó en plazas importantes de Andalucía, como Cádiz, Córdoba, Jerez, Sanlúcar y Linares, así como en localidades madrileñas como Vallecas. Su estilo fue descrito como valiente hasta la temeridad, y su entrega le costó numerosas cogidas. A pesar de los riesgos, logró ganar lo suficiente para retirarse con tranquilidad, según fuentes de la época, lo que confirma el impacto económico de su popularidad.

 



Su trayectoria se inscribe en un contexto singular: durante las últimas décadas del siglo XIX, el toreo femenino vivió un breve periodo de efervescencia con cuadrillas como “Las Noyas” —procedentes de Cataluña— que se presentaron en España y América entre 1895 y 1900. Sin embargo, la presión del gremio masculino no tardó en traducirse en medidas institucionales. En 1908, el ministro de Gobernación Juan de la Cierva promulgó una Real Orden que prohibía a las mujeres actuar a pie en los ruedos españoles, consolidando un veto que ya venía aplicándose de manera extraoficial por empresarios y matadores que se negaban a compartir cartel con ellas.

 

El legado de Dolores Sánchez sobrevivió a la prohibición. Su influencia fue directa en figuras como María Salomé Rodríguez, conocida como “La Reverte”, quien decidió hacerse torera tras verla actuar. Para eludir la normativa de 1908, La Reverte adoptó la identidad masculina de “Agustín Rodríguez” y continuó toreando disfrazada de hombre, heredando así el espíritu desafiante que La Fragosa había encarnado años atrás.

 

En lo personal, Dolores se casó con su banderillero Rafael Sánchez, apodado “El Bebe”, y fue madre de “Bebe chico”, quien también incursionó en el mundo taurino. A pesar de su fama, los detalles sobre su retiro y su muerte permanecen en la penumbra. No se conoce con certeza la fecha ni las circunstancias de su fallecimiento, lo que contribuye a envolver su figura en una bruma de leyenda.

 

Dolores Sánchez “La Fragosa” no fue solo una torera destacada, sino una transgresora radical en una España marcada por rígidas convenciones de género. Su paso por los ruedos fue tan fulgurante como incómodo para la estructura patriarcal del toreo, pero abrió caminos para otras mujeres que, inspiradas por su ejemplo, encontraron el valor de enfrentarse al toro —y a la sociedad— a su manera. Su nombre, aunque durante años relegado a los márgenes de la historia oficial, hoy brilla con justicia como símbolo fundacional del toreo femenino moderno.


martes, 22 de julio de 2025

ENTRE LEYENDA Y REALIDAD

 


 


La tauromaquia, arraigada en la historia y la tradición de España y América Latina, ha sido por siglos una expresión de arte, coraje y ritual. Sin embargo, más allá del albero, las banderillas y el paseíllo, existe un universo menos visible que circula entre bastidores y burladeros: un mundo de sombras, presagios y relatos que trascienden la lógica. Apariciones, maldiciones, rituales misteriosos y toreros que, según cuentan, no han abandonado del todo la plaza, alimentan una mitología paralela que convive con la Fiesta.

Apariciones y presencias: espíritus entre los tendidos

 

Uno de los casos más conocidos ocurrió en la Plaza de Toros Santamaría de Bogotá. En 2014, durante una protesta de novilleros en huelga de hambre, se tomó una fotografía donde aparece una figura espectral con cabeza de cerdo. La imagen, que circuló ampliamente en blogs y foros como Toros y Faenas y El Rincón Paranormal, fue interpretada como una manifestación sobrenatural. A partir de entonces, vigilantes nocturnos y empleados han reportado gritos, pasos y murmullos en zonas vacías del coso colombiano, especialmente en los pasillos cercanos al toril.

 

Similares historias se cuentan sobre la Maestranza de Sevilla, donde el torero Blanquet, días antes de morir repentinamente de un infarto, afirmó oler cera quemada durante dos faenas distintas. Para muchos, ese aroma fue un presagio funesto, asociado a las velas y la muerte.

Toreros que no descansan: tragedias y retornos

 

Los casos de toreros fallecidos que siguen "presentes" en espíritu han cobrado fuerza a través de testimonios orales y leyendas urbanas. En plazas ya clausuradas o ganaderías antiguas, algunos aseguran ver sombras vestidas de luces en la madrugada o escuchar voces que entonan pases sin público. No hay grabaciones concluyentes, pero sí una persistente narrativa que habla de figuras que se resisten a abandonar el ruedo.

 

Un caso célebre es el del llamado “Cartel Maldito de Pozoblanco”. El 26 de septiembre de 1984, Francisco Rivera “Paquirri” murió en la plaza de Córdoba al ser corneado por el toro Avispado. Apenas un año después, José Cubero “El Yiyo”, quien había sustituido a Paquirri en diversas corridas, falleció en Madrid por una cornada en el corazón. El tercero del cartel, Vicente Ruiz “El Soro”, sufrió una lesión que casi le costó la pierna y lo apartó durante décadas del toreo. El destino trágico de los tres protagonistas alimentó la idea de una maldición, atribuida por algunos a la cabeza disecada de Avispado, expuesta como trofeo en la finca de Paquirri.

Toros espectrales: entre lo físico y lo simbólico

 

En redes sociales como TikTok, han circulado videos virales sobre el llamado "Toro Fantasma" en Azángaro, Perú, y en una finca llamada Rancho La Estrella. Se trata de imágenes donde se escuchan mugidos lejanos y se muestra la silueta oscura de un toro sin dueño. Aunque estas grabaciones suelen ser de baja calidad, acumulan millones de vistas y generan debates sobre su autenticidad. En estos relatos, lo visual se mezcla con lo ancestral: el toro como símbolo de fuerza y misterio, convertido ahora en ente espectral.

 

Otra figura asociada al misticismo taurino es el Toro de Fuego, especialmente en fiestas como el Toro de Júbilo en Medinaceli (Soria). Allí, un toro recorre la plaza con bolas de brea encendidas en los cuernos. Aunque esta práctica tiene raíces paganas y prerromanas, el fuego purificador y el animal envuelto en llamas evocan un imaginario claramente sobrenatural.

Pactos, supersticiones y brujería ecuestre

 

La historia taurina no está exenta de creencias mágicas. Algunos toreros afirman portar medallas bendecidas, dientes de lobo, monedas antiguas o escapularios durante la corrida como protección. En México, especialmente en relatos del siglo XVII ligados a la charrería, se narran hechos insólitos como el del mulato vaquero que introducía naranjas en los cuernos del toro y lo amansaba, algo que los clérigos de la época atribuían a brujería. También se mencionan supuestos pactos con entidades oscuras para obtener temple y coraje frente al toro, en especial entre toreros gitanos.

Su gestión colectiva: la sugestión como motor del misterio

 

Muchos fenómenos atribuidos a lo paranormal pueden tener explicación psicológica. La soledad de una plaza vacía, el eco de los tendidos, los reflejos, la presión emocional del torero o la mitología transmitida por generaciones generan condiciones perfectas para la sugestión colectiva.

 

En entrevistas recogidas por Toros y Faenas y Ovaciones, algunos profesionales del sector —desde banderilleros hasta mozos de espadas— afirman haber sentido “una presencia”, o experimentar frío repentino en pasillos donde no hay corriente de aire. En algunos casos, incluso se han negado a regresar a ciertas zonas de la plaza.



De las ruinas a las redes: el nuevo altar del mito

 

Actualmente, las plazas en ruinas o abandonadas se convierten en escenarios privilegiados para grabaciones paranormales. Canales de YouTube e investigadores independientes realizan “exploraciones nocturnas” en recintos como la vieja Plaza de Toros de San Roque (Cádiz) o cosos rurales en desuso. Allí afirman captar psicofonías, luces erráticas y movimientos sin explicación. Aunque estos contenidos no están avalados por la ciencia, alimentan la expansión del mito en la era digital.

La mirada escéptica: entre lo creíble y lo creído

 

Expertos como José Francisco Coello Ugalde, historiador taurino mexicano, señalan que muchas de estas leyendas responden a una construcción social del miedo, el respeto y la muerte en el toreo. Las figuras espectrales no buscan tanto ser verdaderas como simbólicas: representan la carga emocional del oficio, la memoria colectiva de los caídos, y el romanticismo fatal que rodea la figura del matador.

 

En este sentido, los fantasmas taurinos no habitan tanto las plazas como la conciencia de quienes las aman.

 Conclusión: el tercer tercio del misterio

 

Lo paranormal en el mundo taurino forma parte de su liturgia no oficial. Desde toros espectrales en videos virales hasta olores premonitorios en la plaza, desde pactos oscuros hasta sombras en los burladeros, este cúmulo de relatos constituye una suerte de tercer tercio invisible, donde se enfrentan la razón y la emoción.

 

En un mundo tan arraigado a la muerte y al rito como el taurino, no sorprende que lo sobrenatural se cuele entre las tablas. Si hay fantasmas en las plazas, tal vez no sean más que recuerdos —pero en la tauromaquia, los recuerdos se visten de luces y nunca se van del todo.

domingo, 20 de julio de 2025

MARCIAL VILLASANTE

 

 


Marcial Villasante Riaño fue, sin duda, una de esas figuras imprescindibles que, desde la trastienda de la Tauromaquia, mantuvieron encendida la llama del toreo con pasión, constancia y humildad. Sin los grandes focos de la gloria, pero con la nobleza del que no busca más recompensa que el deber cumplido, consagró su vida entera a la Fiesta desde todos los flancos posibles: novillero, empresario, apoderado, ganadero y, sobre todo, incansable defensor del toreo de base.

 

Nacido en 1936 en Villalpando (Zamora), un pueblo que respira campo y tradición, Marcial comenzó su andadura taurina desde niño, en un entorno donde las capeas formaban parte esencial del calendario popular. Durante las fiestas de San Roque, oficiando como pregonero municipal, quedó fascinado por la cuadrilla de viejos toreros desheredados de la gloria que recalaban en el pueblo para tentar a la suerte y pasar el guante al terminar. Nombres como El Velas, Perules, El Poto, El Maño, Arturo, El Muertes, o Conrado —el zamorano que acabaría convertido en leyenda de las capeas— fueron los primeros espejos en los que Marcial empezó a mirarse.

 

Aquel universo romántico y heroico encendió una pasión que jamás se apagaría. Empezó toreando de salón con su hermano y su inseparable amigo Andrés Vázquez, “El Nono”, en los corrales del pueblo. Más adelante, se trasladó a Madrid, donde se formó en la Escuela Taurina de Vista Alegre bajo la tutela de maestros como Saleri II y Marquina. Fue allí donde comenzó a gestarse su etapa como novillero.

 

Su primera experiencia seria llegó con catorce años, cuando se puso delante de una vaca y recibió una cornada grave en una finca de Casimiro Sánchez, en Benavente. Pese al susto, no se amilanó. Mató su primer novillo en Castroverde del Campo y acumuló más de doscientas becerradas a lo largo de su trayectoria. Aunque debutó con picadores —incluso toreó en Almendralejo—, nunca llegó a tomar la alternativa. Con honestidad y humildad, reconocía que el camino hacia el estrellato era muy difícil y que debía ser consciente de sus propias limitaciones.

 

Obtuvo el carné de profesional y toreó en numerosos pueblos de Castilla y otras regiones, sabiendo que su lugar en la historia taurina no estaba en la cima del escalafón, sino en otros terrenos no menos importantes.

 

La faceta en la que Marcial Villasante dejó su huella más profunda fue la de empresario. Su debut en este terreno fue tan simbólico como accidentado: organizó un festival en Candelario durante las fiestas de Santiago y se anunció para matar un novillo. Durante la lidia, al ver a varios jóvenes colarse trepando por los árboles, gritó “¡Se está colando gente!”, se distrajo y el novillo lo volteó, fracturándole la clavícula. No terminó la faena, pero sí quedó grabada la escena como símbolo de su entrega, su vocación de servicio y su sentido de la responsabilidad.

 

A partir de entonces, comenzó una prolífica carrera como organizador de festejos en toda la geografía española, especialmente en Zamora, Salamanca, Segovia, Valladolid, Cáceres, Trujillo, Olivenza, Balmaseda, Sepúlveda y la Sierra de Madrid. También promovió espectáculos en La Alcarria, Extremadura y llegó incluso a organizar una ambiciosa temporada en El Puerto de la Cruz, en Tenerife. Esta aventura acabó en fracaso económico, pero no mermó su entusiasmo, como tampoco lo hicieron otros reveses, como la caída de plazas portátiles en Pinilla de Toro o El Pinedo, que asumió con entereza.

La ciudad de Salamanca fue mucho más que una residencia para Marcial Villasante: se convirtió en su auténtico cuartel general. Desde allí, con una visión estratégica y una vocación inquebrantable, diseñó muchas de sus gestas más audaces como empresario taurino. Fue desde la capital charra desde donde ideó y puso en marcha iniciativas que hoy resultan memorables, como llevar corridas de toros a Tenerife, organizar una corrida goyesca en plena Sierra de Béjar o incorporar con naturalidad al cartel a mujeres toreras, grupos cómicos taurinos, forcados portugueses y jóvenes promesas. Para Marcial todos tenían cabida, todos merecían un sitio. Su obsesión era mantener viva la afición, alimentarla en todos los rincones posibles, especialmente en aquellos municipios que apenas tenían acceso a espectáculos taurinos de calidad.

 

Esa capacidad de gestión, pero también de sensibilidad hacia el aficionado de a pie, es la que recogio su hija, la periodista Patricia Villasante, en un libro titulado “Marcial Villasante, una vida dedicada al toro”. En sus páginas, la autora repasa las vivencias de su padre, primero como soñador del toreo que luchó por formar parte del escalafón de matadores, y después como un empresario innovador, siempre al servicio de la Fiesta.

Contrató a las máximas figuras del momento, como El Viti, Julio Robles, El Niño de la Capea o Manzanares, pero también supo abrir carteles a los que apenas comenzaban, conscientes de que en ellos estaba el porvenir. Fue, como lo define su hija, “un hombre orquesta, emprendedor, luchador, adelantado a su tiempo”. Un personaje singular que encontró en Salamanca su tierra adoptiva desde principios de los años 60 y que allí vivió, trabajó y soñó hasta el final de sus días. Este libro, según su autora, “no es una biografía convencional, sino un retrato íntimo y peculiar de alguien que vivió y sintió el toro con intensidad y entrega absolutas”.

 

Durante años tuvo tres plazas portátiles con las que recorrió España. En ellas pasaron figuras como El Viti, Manzanares, Paco Camino, Dámaso González, Julio Robles y El Niño de la Capea. Con algunos, como Robles y Capea, tuvo una relación especial, habiéndolos apoyado en sus primeros pasos cuando aún toreaban de tapia por las fincas salmantinas.

 

 

 

Otra de sus grandes aportaciones al toreo fue su labor como apoderado. Llevó con acierto la carrera de Julio Norte, a quien condujo hasta la alternativa, y representó a Pepe Luis Gallego y a Domingo Siro “El Mingo”. Además, orientó a numerosos toreros jóvenes, incluyendo mujeres toreras en una época en la que eso aún era poco frecuente. Su olfato taurino era proverbial: sabía detectar a quien tenía madera de figura y no dudaba en ofrecerle su apoyo, aunque supusiera un sacrificio económico.

 

A diferencia de muchos empresarios, no buscaba el beneficio rápido, sino la continuidad de la Fiesta. Su hija, la periodista Patricia Villasante, contaba que “prefería ganar menos si con ello ayudaba a un amigo o daba oportunidad a alguien con talento”.

 

En su variada trayectoria también hubo espacio para la ganadería. Adquirió una punta de ganado a Matías Bernardos “El Raboso”, cuya finca estaba en Fuentelapeña (Zamora). Más tarde vendió la vacada, que actualmente sigue lidiándose bajo el nombre de “Santa María de los Caballeros”.

Hombre atento, servicial, honesto y sencillo, fue conocido por su cercanía y su carácter afable. En sus últimos años, aunque retirado de la gestión directa, no se alejó nunca del mundo del toro. Seguía acudiendo a festejos, coloquios, tertulias y actos taurinos, acompañado siempre de su esposa Nati o su hija Patricia, con quien mantenía una relación especialmente entrañable. Su saludo habitual —“¿Cómo estás, jefe?”— se convirtió en seña de identidad entre los muchos amigos y aficionados que lo recordarán por siempre.



Falleció el 7 de agosto de 2018 en Salamanca, a los 82 años. Su funeral se celebró en la Parroquia de María Mediadora y sus restos fueron trasladados a Villalpando, su querido pueblo natal, donde descansan bajo el cielo limpio y la tierra firme que lo vieron nacer y soñar.

 

Marcial Villasante representa la figura del romántico taurino, del luchador incansable que, lejos de los focos y sin grandes padrinazgos, sostuvo la Fiesta desde la base. Su vida fue un ejemplo de entrega, de amor por el toro y de compromiso con las raíces del toreo. Fue, como bien lo definió Paco Cañamero, “un personaje menudo e inquieto, de ojos vivarachos, que fue un luchador en todos los caminos del toro y deja el buen recuerdo de quien supo ganarse el respeto general”.

 

Y quizás por todo eso, el día de su muerte, como escribió Cañamero, “en el cielo abrieron de par en par la puerta grande y hasta San Pedro se despojó de su capotillo para arrojárselo a los pies de Marcial y darle la bienvenida más torera”.

domingo, 6 de julio de 2025

FRASCUELO, LA LEYENDA OLVIDADA BAJO SU PROPIO NOMBRE

 


Durante décadas, el lugar donde reposaban los restos de Salvador Sánchez Povedano, más conocido por su nombre taurino Frascuelo, permaneció envuelto en un discreto anonimato. Aunque su tumba se encontraba en la Sacramental de San Isidro de Madrid, pocos lograban identificarla: la losa de piedra solo mostraba su nombre civil, sin alusión alguna a su gloria en los ruedos.

 

El misterio no era menor, considerando que Frascuelo fue una figura cumbre del toreo del siglo XIX, rival directo de Lagartijo y uno de los máximos exponentes de una época en que la tauromaquia aún se escribía con letras de forja. Su estilo, seco, poderoso y de marcada personalidad, dejó una impronta imborrable en la historia del toreo, aunque su final fue tan silencioso como su vida posterior a los ruedos.

 

Su última tarde como matador tuvo lugar el 26 de mayo de 1887 en la Plaza de Toros de Madrid. Aquel día, Frascuelo fue alcanzado por un toro de Aleas llamado "Bordador". La cornada no fue letal, pero sí definitiva. Herido física y moralmente, y consciente del inexorable paso del tiempo, decidió no volver a vestir el traje de luces. A sus ojos, aquel percance simbolizaba el cierre natural de una trayectoria brillante.

 

Tras su retiro, optó por el silencio. Se alejó de la ciudad y de la fama que durante tantos años había sostenido, refugiándose en una finca cerca de Torrelodones. Allí vivió sus últimos años en contacto con la tierra, rodeado de bueyes y labores agrícolas. Se decía que pasaba las tardes apoyado en un arado, contemplando el campo con la serenidad de quien había lidiado todos los toros de la vida. Su muerte, en mayo de 1898, no fue recogida con grandes titulares. El torero que una vez había llenado plazas enteras se fue sin estruendo, como se van los hombres verdaderamente grandes.

 

Fue enterrado bajo su nombre completo, sin más señales que identificaran al diestro inmortal. No hubo mausoleos adornados, ni placas que recordaran su arte. Por muchos años, su tumba fue solo una más entre miles, hasta que el esfuerzo de estudiosos y aficionados permitió redescubrir su sepultura. Gracias a esa labor, su figura volvió a emerger del olvido.

 

La imagen que mejor lo resumía apareció en una antigua fotografía: Frascuelo, mayor, alejado del bullicio de las plazas, tirando de una carreta de bueyes en su finca. Aquel retrato no mostraba ya al torero, sino al hombre reconciliado con la tierra y con su historia. Una imagen sin alardes, pero profundamente elocuente.

 


La historia de Frascuelo fue, durante muchos años, la de un mito sin tumba. Hoy se sabe que estuvo ahí todo el tiempo, solo que escondido tras el nombre que pocos recordaban. Quizá eso mismo definió su vida: grandeza sin estridencias, arte sin artificio, leyenda sin pretensión de eternidad.

LO INSOLITO Y LO CURIOSO

 



A lo largo del tiempo, la historia de la tauromaquia ha estado sembrada de episodios tan curiosos como insólitos, muchos de ellos olvidados entre páginas amarillentas y recuerdos de viejos aficionados. Uno de esos momentos pintorescos ocurrió el 6 de septiembre de 1957, cuando el torero gaditano José María Ponce y Almiñana actuó en la plaza de Palencia. Aquella tarde, el quinto toro, de la ganadería de Peñalver, sembró el desconcierto: derribó al espada, a su banderillero Fernando Gutiérrez y hasta al sobresaliente, provocando una escena de auténtico caos. El público, presa del nerviosismo, rompió en gritos y confusión. Entre tanto alboroto, un aficionado se alzó entre la multitud y, como si tratara de sosegar una tempestad, imploró a voz en cuello: “¡Calma, señores, calma!”. Aunque el gesto fue aplaudido, la tarde siguió marcada por el sobresalto. El matador fue conducido a la enfermería, afortunadamente sin consecuencias fatales. 

Décadas antes, en pleno siglo XIX, el legendario Curro Cúchares se había ganado la simpatía del público no solo por su arte sino por sus salidas ocurrentes. En una corrida celebrada el 1 de mayo de 1857 en Madrid, con toros de Justo Hernández (de la ganadería de Torre y Rueda), compartió cartel con toreros como Francisco Arjona “Cúchares”, Cayetano Sanz y José Carmona. Tal fue la gracia y desenvoltura de Curro que, al finalizar una de sus faenas, los espectadores, encantados, arrojaron a la arena una buena colección de sombreros de copa, símbolo de admiración en aquella época. 

Era un tiempo donde el entusiasmo popular se medía también por gestos teatrales. En Logroño, los aficionados recordaban con especial cariño a un toro llamado “El Espléndido”, de la ganadería de Cortés. El animal, de extraordinaria presencia y bravura, dejó tan honda huella que, una vez arrastrado, se le rindió homenaje adornando su cadáver con flores, algo excepcional incluso entonces. Los toros, cuando desataban la emoción pura, eran honrados como verdaderos héroes. 

También se dieron casos de regalos extravagantes. 

A un rejoneador —cuya identidad se pierde entre los recortes— le obsequiaron nada menos que un estuche de afeitar de oro, mientras otro torero recibió como presente un cofre lleno de monedas. El amor y la devoción de los admiradores podían adoptar formas inesperadas: hubo quien escribió una apasionada carta sobre un capote de paseo, otra rareza de las muchas que la historia taurina ha visto pasar. 

En Úbeda, durante una corrida en septiembre de 1878, se vivió una situación de gran escándalo. Un toro se saltó al callejón, sembrando el pánico. La multitud enloqueció, al punto que algunos aficionados terminaron arrestados tras causar destrozos en las gradas y provocar avalanchas. La corrida quedó en segundo plano: lo que se recordaba era la estampida humana y la intervención de la Guardia Civil. Las crónicas de entonces hablaban de un público desbordado, herido en su orgullo y muy poco dispuesto a escuchar explicaciones.

En Linares, también en el siglo XIX, un toro bautizado como “Pajarito”, de la ganadería de Díaz, hizo historia por su ferocidad. Tiró a dos picadores, derribó varios caballos, y obligó a los monosabios y varilargueros a retirarse con verdadero pavor. Uno de ellos huyó por la tronera más cercana sin siquiera recoger su vara, mientras otro se refugió detrás de un burladero. Ante semejante estampida de picadores, fue el mozo de espadas del torero Francisco Castellanos quien acabó saltando al ruedo para intentar contener al animal, que parecía imparable. Un cronista lo resumió con una frase memorable: “Ese toro era un demonio con cuernos”. 

En Córdoba, el 8 de febrero de 1903, se lidió otro toro de triste fama, “Bordador”, de Gil Flores. En esa ocasión, el banderillero Juan Mota fue víctima del temperamento del animal, que lo embistió con tal fuerza que lo mandó directamente a la enfermería con heridas serias. Aun así, según las crónicas, el torero insistió en no abandonar la plaza. Años más tarde, se sabría que el mismo toro había provocado escenas parecidas en otras plazas.  

En Madrid, el 26 de julio de 1862, se lidiaba otro “Bordador”, de Aleas, que hizo historia por la violencia con que se defendía. Ese toro sacó de sus casillas al público: derribó a varios subalternos, se lanzó contra los burladeros con furia y se convirtió en el verdadero protagonista de la tarde. Su comportamiento fue tan inusual que los aficionados aún lo recordaban décadas después. También se cuentan tardes aciagas para grandes figuras. 

En una corrida en Málaga, Rafael Molina “Lagartijo”, uno de los colosos de su tiempo, vivió una tarde para el olvido. Su faena, floja y sin inspiración, coincidió con un aguacero que terminó por vaciar las gradas. La crítica fue inmisericorde, sentenciando que aquella actuación había sido tan gris como el cielo que la acompañó. 

 Así era la tauromaquia de otros tiempos: imprevisible, caótica, a menudo peligrosa y siempre apasionante. Historias que hoy suenan inverosímiles, pero que formaron parte del día a día en las plazas. Aventuras y desventuras que los viejos cronistas recogieron con asombro y que, con el paso del tiempo, se transformaron en leyenda. El toreo, con su carga de gloria y de tragedia, de humor y de drama, ha estado siempre abierto a lo inesperado. Y eso, quizás, sea lo que lo hace eterno.