Los toreros son de otra 'encarnadura'. Una manera de definir la vocación y el misterio de quienes arriesgan las carnes a cambio de experiencias sublimes. Algunos matadores evocan el orgasmo a propósito de las sensaciones que experimentan en el ruedo. Otros mencionan el estado de abandono corporal. Redundando en la definición que Fernando Arrabal hizo de Morante de la Puebla: "Cuando torea el maestro se deja el cuerpo en el burladero".
Luis Francisco Esplá (Alicante, 1958) prefiere hablar de 'estado de gracia'. Una dimensión de paz, de misticismo y de asombro que reconoce haber vivido únicamente en tres ocasiones. Son muchas en relación a la vacuidad de los mortales, pero pocas considerando que el maestro alicantino se retiró en 2009 después de haber cumplido 33 años de matador.
El estado de gracia le sorprendió o le vino asistir en los años ochenta. Una vez en Valencia, delante la lidia de un Miura. Otra en Albacete, frente a un astado de Salvador Domecq. Y la última ocasión en Albacete, toreando un ejemplar de Sepúlveda. Ha protagonizado Esplá muchas más faenas de triunfo y de repercusión, pero sólo en aquélla trilogía sintió que el cuerpo se elevaba de la arena y que se veía a sí mismo desde fuera, en plan 'crisis mística'.
Se había olvidado de la tensión y hasta de la técnica. Se había olvidado del cuerpo. Se había olvidado hasta del toro. Fue un trance, una revelación. Inútil resultaba invocarla. El estado de gracia apareció igual que se evaporó, pero hizo comprender al maestro que estaba unos escalones por encima de los mortales. Igual que Santa Teresa en su éxtasis religioso.
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