martes, 4 de marzo de 2014

De la extraordinaria corrida de toros "anfibia" que presidió en Cuenca Felipe IV.1642


Aficionado  a los espectáculos de  correr cañas y toros debió de ser el rey Felipe IV y conocidos son los festejos de este tipo organizados en su época y los cuadros que los reproducen, teniendo por escenario generalmente l a plaza Mayor madrileña. Pero y a lo es menos la original «corrida» que hubo en Cuenca, allá por el Corpus de 1642, en el curso de la visita real a la ciudad. Había llegado el rey con toda la Corte a l a pintoresca ciudad el 28 de mayo de 1642, y y a tuvo que «echarle valor» cuanto que Alarcón habla del mismo viaje efectuado dos siglos más tarde como de algo endemoniado y suicida. Se alza Cuenca, vértice celtibérico de tres regiones: Alcarria, Mancha y Serranía, sobre la muela central del tridente rocoso que forman los cerros de l a Majestad. San Felipe y el Socorro, entre los cuales se escapan por el hondón Júcar y Huécar para confluir a los pies del empinado y secular caserío. Y a través de las laberínticas callejas presidió el monarca la procesión del Santísimo Corpus Christi de aquel . año, por cierto bastante accidentada, ya que se hundió una casa al paso del cortejo, y milagro fue que no resultara una catástrofe con t a n t a gente como pilló debajo; pero sólo unos pendones quedaron destrozados, según rezan las crónicas, y el rey, impávido, ordenó proseguir como si nada hubiese ocurrido. Visitó don Felipe, en la catedral, como era de rigor, el cuerpo incorrupto del Santo Obispo Julián , que llegara a Cuenca desde sus tierras burgalesas a poco de la conquista de la ciudad a los moros, y en su honor se celebraron —gran honor... y quebraderos de cabeza para los regidores— profusión de actos entre los que no dudamos de calificar como plato fuerte la peregrina corrida de toros «anfibia» que tuvo lugar sobre las verdes aguas del Júcar . Fue el escenario de la misma el paraje hoy denominado Recreo Peral , un soto ameno —como se diría al estilo de égloga— en lo profundo de la hoz, desde donde se columbran, allá arriba, las cresterías de roca, en formas mil con las que la naturaleza enmienda la plana al más imaginativo y delirante de los escultores abstractos, y las murallas y caías a ellas fundidas': la sólida fábrica del viejo Alcázar, el seminario y la arboladura que componen las torres de las iglesias, de la que es palo mayor «Mangana », airoso y aislado vestigio de antigua mezquita, pintarrajeado por el mal gusto de época posterior y donde se ha instalado el «Big-Ben» o reloj de Gobernación de la Muy Noble y Leal Ciudad, Invictísima y Fidelísima —ahí es nada los títulos que ostenta— para señalar el plácido correr de las horas conquenses.
Sobre el fondo del cerro de San Felipe, la ciudad encaramada; y en lo profundo de la hoz del Júcar,el lugar donde se celebró la corrida de toros "anfibia" que en 1642 presidio Felipe IV (señalado con un trazo el emplazamiento del "ruedo",sobre el rio que ocultan los arboles).
Conocemos el lugar exacto de la celebración del curioso espectáculo, pues aún hoy se aprecian claramente en las rocas las rozas que hubieron de efectuarse para instalar el palco regio, sólo en parte desaparecidas con las voladuras que precisó el trazado de la carretera de la Sierra. Enfrente y en la otra orilla tenemos la fuente del «Abanico», por el abanico tallado sobre sus tres caños; cuesta de San Juan aguas abajo y cuesta del Santuario de Nuestra Señora de las Angustias aguas arriba, con el puente de los Descalzos allí mismo, a no más de cien metros del lugar.

En cuanto al desarrollo del espectáculo, y a es otra cosa, apenas media docena de escuetas referencias repartidas en avisos y crónicas. Mas hubo por allí en el siglo pasado un erudito canónigo, de nombre Trifón Muñoz y Soliva, el cual escribió una «Historia de Cuenca», donde nos da la reseña, «según ancianos que de niños oyeron a sus abuelos. Según ella, se levantó el redondel sobre gruesas, vigas encima del Júcar , con alta barrera por ambas riberas y más reducid a aguas arriba y abajo para permitir al lidiador en peligro zambullirse y poner así agua por medio del cornúpeta . Pero como ocurriese algunas veces que el toro les siguiera en su huida por vía  fluvial , desde unas barlas adornadas de gallardetes los alanceaban, y otros nadando les clavaban banderillas, mientras que en las orillas montaban guardia gentes armadas de largas lanzas para rechazar o rematar a l a fiera que porfiaba en salir de remojo. No hay que decir que la presencia del rey y personalidades de la Corte y lo notable y único del festejo hizo que la concurrencia en el amplio coso natural fuese extraordinaria, hasta el punto de quedar despoblados los pueblos vecinos. Era , por otra parte, grande l a afición taurina de los conquenses, citándose por aquellas tierras diestros famosos y de nombres tan campanudos como el tío Víctor de Torralba, Paulino de Portilla y Pedro Orejón, «Malote», de Villaconejos, entre otros, y suertes genuinas tales como la en uso por Villalba de la Sierra y Zarzuela de matar a chuzo o rejón.
Vista del lugar exacto del emplazamiento.Sobre las rocas de la derecha,que entonces llegaban hasta la orilla,estuvo situado el palco real.



Consistía ésta en enfrentarse al astado ocho o. diez mozos armados de chuzos que se apartaban la mitad a cada lado al producirse la embestida, acabando con él. Tan desmesurada era esta afición que nos cuenta el padre Mariana, dando una de cal y otra de arena, cómo «en Cuenca,ciudad noble y frecuentada de la Celtiberia, un toro que mató a siete hombres fue consagrado a la inmortalidad, sacando pinturas de la lidia y exponiéndolas en los sitios públicos »; añadiendo el siguiente y poco halagador comentario: «Esto me parece más bien Un trofeo y avisó de l a locura de sus ciudadanos que una apoteosis de la fiera.» . Mas volviendo a nuestra corrida de toros «anfibia», existió además de las referencias escritas y orales con un inapreciable documento gráfico: un cuadro que en su entusiasmo ordenó el rey se pintara. Su hallazgo hubiera sido una interesante aportación a la historia de la tauromaquia, y en ello pusimos nuestro empeña. Pellicer, cronista de la Corona de Aragón, nos habla de su existencia diciéndonos que era grande; por Cea Bermúdez nos enteramos que su autor fue el pintor conquense Cristóbal García Salmerón, quien «se retrató a sí mismo en el acto de pintar el cuadro», y, por fin. Palomino nos da una buena pista, pues cuando él. lo vio «estaba colocado en el pasadizo de Palacio a la Encarnación».!Pero —el terrible pero—¡después de remover Roma con Santiago, y pese a toda clase de facilidades que gentilmente nos brindaran, el cuadro no aparece, siendo muy probable que fuera pasto de las llamas durante el incendio que sufrió el Real Alcázar en 1734, y en el que se perdieron más de quinientas obras, algunas de ellas de primerísimas firmas. Sólo nos queda, pues, con la referencia del más peregrino acontecimiento taurino que vieron los siglos, la posibilidad de contemplar el estado actual del escenario donde tuviera lugar.

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