lunes, 1 de abril de 2013

Rafael Pérez de Guzmán y Fernández de Córdoba.
"GUZMAN EL BUENO"
Enrique  Pérez de Guzmán y Dolores Fernández de Córdoba ostentaban el condado de Villamanrique. Eran el último eslabón en Córdoba de los descendientes de Alonso, aquel gobernador de Tarifa, más conocido con el sobrenombre de El Bueno. La pareja habitaba la casa número 2 de la calle de La Campanas, más conocida como la de los Guzmanes, en la que nacieron sus dos hijos, Rafael, el 1 de abril de 1802 (o en noviembre de 1803, según otros), y el pequeño, Domingo. Los dos niños conocieron pronto las fiestas taurinas, las capeas y los juegos de correr cañas, tan presentes en las crónicas de la Edad Moderna cordobesa y sus nobles. Pero lo que en Domingo no pasó de divertimento, en Rafael se convirtió en afición.
Con 28 años, era conocido como don Rafael Pérez de Guzmán y Fernández de Córdoba y estaba destinado en Sevilla, con el grado de teniente de Caballería. En la ciudad del Betis, siguió en contacto con los ambientes taurinos de la aristocracia y entró en la escuela de Pedro Romero, entonces uno de los maestros más prestigiosos. Él le introdujo y entró por la puerta grande.
Tras un primer festejo benéfico, y otros coronados de éxito, llegó a tomar la alternativa en Madrid en 1831 con el sobrenombre de su ancestro: El Bueno. Ya había dejado el ejército, con el consiguiente disgusto de los compañeros de armas, de su sociedad y su familia. Un miembro de ésta sería el primero en escribir sobre el torero, como lo haría luego Teodomiro Ramírez de Arellano, quien apunta que, a partir de su actuación en la capital del Reino, le suprimieron "el don con que antes lo ponían".
Pero la biografía más extensa y curiosa de él la publica en 1939 Natalio Rivas Santiago, bajo el título de La Escuela de Tauromaquia de Sevilla, con prólogo de Juan Belmonte. Es un delicioso recorrido por el mundo taurino que da fe del padrinazgo y del buen hacer del torero cordobés. Transcribe una carta, manuscrita el tres de septiembre de 1831, en la que Pedro Romero da noticia al Marqués de la Estrella de la muerte del torero Antonio Mariscal, a causa de un cólico, días antes de una corrida en Granada. Como quiera que a Rafael no le diera tiempo de conocer el fallecimiento, se presentó en la ciudad de la Alhambra y mató a solas los 10 toros previstos "sin admitir compañero alguno".
En El Madrid de Larra, Juan Carlos Sierra no le concede tanto mérito, si bien se reseña entre sus colegas de la época en los siguientes términos: "Un caso curioso de esta nómina de toreros lo protagonizó don Rafael Pérez de Guzmán. Si se le conoce como "don" no es porque se tratara de un señorito metido a torero. No parece el ruedo un lugar adecuado para un joven de buen tono, pero la afición de Pérez de Guzmán lo llevó al coso de Madrid como torero aficionado. Tanto el público como la crítica lo trataron con reservas -como aficionado que era-, pero le reconocían su valentía delante del toro".
En 1836 había compartido cartel con los primeros espadas del momento y era ya un diestro conocido por su elegancia, el control frente al toro y el temple. Recorrió, entre otras, las plazas de Almagro, Barcelona o Aranjuez, acompañado de la mejor suerte. De él comenzaban a recogerse faenas asombrosas, como aquella tarde en que, perdida la muleta, mató al toro con el pañuelo y de una sola estocada, certera. Decían que la buena estrella se la daba el traje azul que la regente María Cristina le había regalado. Y con él se fue a Madrid el sábado 14 de abril de 1838.
Entre 1801, en que mataron a Pepe Hillo, y 1829, la capital no había conocido tragedia mortal en su plaza. Tampoco el torero cordobés estaba destinado a romper la dinámica. Su muerte tendría lugar, si no allí, sí a consecuencia del festejo que debería celebrarse en esa capital en abril de 1838 y al que Rafael nunca llegó.
El Bueno salió de Sevilla y cruzó Sierra Morena, entonces salpicada de partidas y en pleno apogeo del bandolerismo. A la altura de un lugar conocido por Carrocaña, en la manchega La Guardia, el coche-correo en el que viajaba, escoltado por soldados del rey, fue asaltado.
A partir de aquí, autores posteriores a Rivas Santiago aseguran que, El torero aristócrata, murió defendiendo a los viajeros de los asaltantes. Pero es él quien recoge en La Guardia y en 1932 el documento que narra los hechos, y de él debieron beber autores posteriores: tras un enfrentamiento entre escolta y viajeros con los asaltantes, el torero resultó muerto y abandonado en el camino. Mientras en Madrid se preguntaban por la razón de su ausencia, los vecinos de La Guardia hallaron el cadáver el domingo día 15 de abril, Pascua de Resurrección. Lo sepultaron en la hora más taurina: las 5 de la tarde. El certificado dice que tenía el pecho desnudo y una "trenza delgada, como las que gastan los lidiadores de toros", el calzón de punto azul, "rulos de seda llamados de cabeza de turco; calzoncillos de lienzo" y algunas prendas más "de la de la alta clase", como cintas de terciopelos, o calcetas con una R bordada con hilo de seda. Quizá adivinaran de quién se trataba, pues le dieron sepultura el 16 de abril de 1838, con la receta de 1ª clase, canto de clero y presencia del Ayuntamiento en pleno.
Cuando la noticia llegó a Madrid, la empresa abonó los 1.000 reales a su viuda, por la faena que no pudo hacer en vida. Su tumba definitiva está en algún rincón del cementerio de Santiponce.

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